por Andres Carvajal y Efraín Rincón
Un pan hecho de un árbol
Estamos a punto de probar un nuevo pan. Es la primera vez para nosotros, Efraín y Andrés, pero eso es lo de menos, lo que nos pone a echar cabeza es que, de todos los panes fabricados y consumidos en la historia de la humanidad, el que estamos a punto de morder pocas veces ha visto la luz.
Estamos en Chapinero, en Bogotá, en la panadería Árbol del Pan, quienes hicieron el experimento, haciendo honor invertido a su nombre, de fabricar pan de un árbol. Se trata del guáimaro, una semilla supernutritiva que cae del árbol de su mismo nombre. El guáimaro, como le llamamos al Brosimun alicastrum, del bosque húmedo y el bosque seco tropical de Centroamérica y norte de Suramérica. Y aunque hoy venimos a probar la simpleza de un pan, hace miles de años, civilizaciones como la maya hicieron de las semillas de este árbol un elemento tan importante como el maíz. En países como México o Guatemala, a la semilla guáimaro le dicen “Nuéz de Ramón”, como si hablaran de un vecino. Usar el trigo y la levadura junto con el guáimaro para hacer pan es tan extraño como un tamal alemán.
Pensamos entonces en la primera vez que a alguien se le ocurrió echarle sal a un aguacate, o hacer chocolate con el cacao o al que, inspirado en las cabras del Medio Oriente que comían semillas de café y se ponían más energéticas, le dio por secarlas, tostarlas, molerlas y tomarse su amarga infusión. La supervivencia de la humanidad ha dependido de su enorme curiosidad que ha desembocado en el dominio de las especies animales y vegetales y en el desarrollo de la tecnología, desde la palanca para arar hasta el cohete para viajar al espacio exterior. Pero a pesar de los avances tecnológicos y de nuestro dominio, o quizás por culpa de este dominio que se nos ha salido de las manos, nuestra supervivencia no está garantizada. El guáimaro, como si fuera el árbol mágico de un videojuego, podría darnos algunas vidas más de supervivencia.
Este árbol, aunque olvidado, es un tesoro. Su semilla nutritiva es rica en calcio, magnesio, potasio, fibra y vitamina B. En zonas rurales del Caribe colombiano todavía se alcanzan a ver al guáimaro y consumir sus semillas, pero hoy es distinto a los tiempos de las abuelas, cuando este árbol era común en el paisaje. Sin embargo, más allá de proveernos alimento, sus frutos y hojas también hacen parte de las dietas de aves y otros animales que lo usan como fuente de energía. Y todo esto, sin mencionar la resistencia a las sequías y su rol frente a la crisis climática, pues el almacenamiento en sus tronco, hojas y raíces del carbono atmosférico lo convierten en un aliado para mitigar los efectos del rápido aumento de la temperatura.
Llega el momento de probar el pan de guáimaro que fabricó Luis Miguel Ortiz, el panadero del Árbol del Pan. “El pan es hermoso, tiene los alveolos grandes”, dice Ortiz. Él nos cuenta que “un alveolo grande es una característica de una larga fermentación de la masa. Como se han producido gases, cuando uno lo cocina, estos gases se evaporan y dejan un hueco”. ¿Sabrá tan bien como se ve? Damos el primer bocado, Juliana Ladrón de Guevara, la fotógrafa y realizadora de Todo es Ciencia nos dispara con su cámara para captar este instante único y proferimos el siguiente juicio sesudo, propio de catadores profesionales: ”uh, es amargo, hermano, amargo”. Pero el amargo es como el picante del wasabi, pasa rápido y deja otras sensaciones agradables, “es como un shot de felicidad”, dice alguno de los dos. Luego llega una mantequilla avellanada de guáimaro que hizo Olga Visbal, la fundadora de Árbol del Pan. “¿Ahhh pero tiene avellana esta mantequilla? Sabe bien”, salió un comentario empoderado de nuestra boca. Pero resulta que la mantequilla avellanada no tiene avellana, se llama así por su preparación, “uno lleva la mantequilla tradicional a altas temperaturas y las grasas saturadas empiezan a quemarse. Eso le da un sabor particular y con el guáimaro es interesante”, explica Visbal. Y nuestra cara solo era un meme de Pikachu . Esparcimos la mantequilla, tiene una textura muy cremosa y es de color marrón clara, mordemos el pan y sus sabores se mezclan en la boca. Nos quedamos mirándonos. Todo el equipo de Todo es Ciencia y el Árbol del Pan que nos acompaña nos miran, expectantes de nuestro juicio gourmet y decimos ”uh, muy rico, delicioso hermano”. ”¡Pero describan el sabor!”, nos dice alguien. Nos debatimos mentalmente en los conceptos: ¿Sabe afrutado? ¿Tiene carácter? ¿Hay vetas a madera o achocolatadas? Pues sí, todo eso, pero no sabemos si vamos a sonar ridículos, ser catadores de guáimaro es una profesión demasiado nueva... Así que invitamos a todo el mundo a probar para que se deleiten ellos mismos. Después del primer bocado, caen como pirañas, qué mejor reseña que esa voracidad. Ese pan con mantequilla es la gloria.
El guáimaro hecho pan con mantequilla nos hace pensar en los inicios de la civilización, que corresponde a la época en que dejamos de ser nómadas, nos asentamos en un lugar e inventamos la agricultura, la ganadería, y ¡el pan! Un cambio cultural tremendo. En el Árbol del Pan hacen el pan de manera artesanal, es decir, usando más o menos los principios de las técnicas y tecnologías de esas épocas, obviando los procesos industriales que simplifican y aceleran la producción del pan para producirlo a gran escala. Por eso, este experimento nos hace pensar en el potencial de cambio social que podría (o no, porque detrás de los cambios sociales debe estar la voluntad y muchas otras condiciones económicas y culturales) traer el cultivo del guáimaro en Colombia y cómo la artesanía es un proceso de conocimiento que, aunque basado en tradiciones, involucra mucha ciencia y tecnología. J Bronowski, en el Ascenso del hombre dice que “la agricultura sedentaria crea una tecnología de la que se nutre todo lo físico y todo los científico.” Además, es un proceso cultural que Bronowski ejemplifica a partir de los dispositivos necesarios para hacer pan del trigo, desde la hoz para cortar la espiga hasta el horno para la masa, pasando por el pequeño cuchillo para esparcir la mantequilla: “cada etapa en la domesticación de plantas y animales requiere de invenciones que comienzan por ser artefactos técnicos de los cuales se derivan principios científicos […] La riqueza estriba en la interrelación de los inventos; una cultura es una multiplicación de ideas, la cual cada artefacto nuevo acelera y engrandece el poder de los restantes.” El pan revolucionó las sociedades humanas, ¿podría el pan de guáimaro, entendido como un proceso artesanal que involucra ingenio, cambio cultural y trabajo comunitario, revolucionar algún sector de la sociedad colombiana? Por lo pronto, la apuesta del Árbol del Pan es, más bien, primordial o como diría Visbal, “Nosotros nos fuimos por algo muy sencillo donde se puede contar un poco la historia”.
Polvo de Guáimaro, ¡salve usted la patria!
Nos movemos unas cuadras al sur de Chapinero. Después del alimento milenario hecho de manera artesanal, nos vamos a probar algo que es el epítome de la artificialidad y símbolo del capitalismo del siglo pasado: una gaseosa. Como el pan de guáimaro, una bebida gaseosa de guáimaro es algo que pocos seres humanos han probado, y quizás ha sido aún menos veces reseñada, así que vamos a ver si estamos a la altura de este acontecimiento fundacional en la historia de los catadores de guáimaro. Estamos en el restaurante Salvo Patria, tres meseros altos y uniformados con chalecos elegantes preparan las gaseosas mientras el chef y socio de Salvo Patria, Alejandro Gutiérrez, nos explica “este es un extracto de guáimaro y panela, que vamos a completar con soda. También tiene zumo de limón y cáscara de limón”. Con proporción milimétrica, la extracción se hace con la harina de guáimaro junto a la panela y en bolsa al vacío. Luego se lleva temperatura aproximada de 70°C-80°C, para que sufra una extracción lenta. De nuevo, Juliana nos apunta con la cámara para captar este momento histórico cuando probemos la gaseosa. Nos rodean los meseros, Alejandro, todo el equipo de Todo es Ciencia y Laura Velandia, de Envol Vert, la ONG colombo-francesa que trabaja el guáimaro que estamos catando con comunidades de la costa norte. Levantamos el vaso, hacemos un brindis protocolario con el dedo meñique levantado y damos nuestro veredicto original para las generaciones venideras: “está buena”, añadimos “y refrescante”. Mejor dicho, nos faltó mirar hacia la cámara de manera sensual y fingir que estamos pasando el mejor momento de nuestra vidas cual comercial de Pepsi.
Sin embargo, esta gaseosa no estaría lista para ser embotellada y estampada en la camiseta de algún equipo de fútbol. “Para poder entendernos, entender el uso culinario y hacer un aprovechamiento mejor, tendría que haber una estandarización del proceso de recolección hasta entregar la harina. Hasta llegar a ese punto”, dice Alejandro. El polvo de guáimaro, con el que los chefs de Chapinero están haciendo estos experimentos y que trae Laura desde el Caribe colombiano, tiene un sabor distinto dependiendo de las zonas donde se está trabajando, por ejemplo si es de la vereda Los Límites, en el departamento de Atlántico o del corregimiento de La Victoria de San Isidro, en la Serranía del Perijá, departamento del Cesar. También es distinto de acuerdo a los meses de cosecha. A veces el polvo llega más amargo, o tiene un sabor más ahumado o achocolatado. Muchas variables, como la temperatura de la paila al tostar, la humedad del ambiente o hasta el ánimo del tostador que influye en cuánto tiempo deja tostar la semilla, hacen que cada bolsa de polvo de guáimaro sea tan único como cada puñado de polvo de estrellas que pudiéramos recolectar en sitios lejanos del universo. Esto puede ser irrelevante para el proceso artesanal donde se da por hecho que cada producto, aunque hecho con una técnica similar, va a salir distinto y con el sello de lo hecho a mano. Pero si quisiéramos hacer del guáimaro una industria donde se pueda producir a grandes escalas y la innovación le de valor agregado, necesitamos empezar estandarizando los métodos de recolección, tostado y molienda. Y al tiempo hay que ir descubriendo cuál es el rango de sabores aceptables y reconociendo una escala de sabores del más suave hasta el más intenso. “Yo quisiera, para entender bien ese ideal y el perfil, poder hacerlo nosotros. Por ejemplo, hacer el proceso de secado y la tostión”, explica Alejandro, quien alguna vez empezó a estudiar biología, pero no la terminó porque la cocina tenía mejor olor… y sabor. “Sería experimentar con una muestra más estandarizada y que digan vea: ‘aquí logramos extraer mejor los aceites’, por ejemplo. En ese orden de ideas, me parecería interesante buscar qué pasa con el proceso de fermentación”, agrega a la explicación, como si de lo que hablara fuera del proceso del café.
Los métodos industriales de producción del campo son hoy vistos por muchos con recelo. Y no sin razón: somos testigos de los daños a los ecosistemas y comunidades humanas por cuenta del desvío de fuentes de agua dulce, el uso exagerado del plástico, los pesticidas, la deforestación… Se ha creado un mercado de lo orgánico, de la producción a pequeña escala cuyo objetivo principal es hacer sentir mejor persona al consumidor de la ciudad que puede costearlo, pues estos productos suelen ser más caros. Las inquietudes de estandarización y comercialización a mayor escala para el guáimaro que sugiere el chef Alejandro en Salvo Patria chocan un poco con nuestra propia desconfianza hacia el sistema de producción industrial mientras esperamos el experimento de un postre que será objeto de nuestra sofisticada cata de veredictos únicos y reveladores. ¿Es la producción a gran escala nuestra enemiga y la producción artesanal el único camino para la redención humana? Según Louise O Fresco, presidenta del Centro de Investigación de la Universidad de Wageningen en Holanda, la producción local y orgánica es un mito romántico y el futuro de la agricultura sostenible está en la tecnología inteligente y en las grandes escalas de producción. La tecnología agrícola actual no es como la del siglo XX que alcanzó a producir muchos estragos, ahora los invernaderos holandeses, por ejemplo, usan de manera tan eficiente el agua que para producir un kilo de tomates solo necesitan de 4 a 6 litros de agua, mientras que para producirlo de manera orgánica, al aire libre, se requiere de 60 litros. Además mantienen alejados a los insectos y otros animales sin matarlos con pesticidas, pueden usar CO2 residual de las fábricas para estimular el crecimiento de las plantas y tienen sistemas de recolección del calor para usarlo en periodos más fríos. La agricultura local a baja escala termina necesitando más agua, más terreno que podría dedicarse a conservación y ocio, más trabajo humano de baja remuneración y conlleva a un mayor desperdicio de los productos. Según O Fresco, “Las nuevas generaciones de agricultores deben recibir asistencia para aumentar la productividad y reducir el trabajo duro y el impacto ambiental negativo. El desafío no es mantener la producción tradicional, sino proteger la tradición combinándola con los mayores avances de la ciencia para crear sistemas verdaderamente sostenibles que cumplan con la mayoría de nuestros objetivos. Su aspecto dependerá de las circunstancias ecológicas y económicas”. Y aunque parezca que siempre hay un pero, es claro que O Fresco habla desde un sistema productivo como el holandés, así que nuestra pregunta, o nuestro pero, debería ser dentro de un contexto más local. Teniendo en cuenta nuestras ventajas y limitaciones ¿cómo combinar o crear nuevas formas de agriculturas sostenibles con el medio ambiente y con la gente?
Llega el postre a nuestra mesa,”es un crumble que hicimos con guáimaro y semillas andinas, y lleva un tomatico de árbol”. Y sí, se imaginan bien nuestras caras en cámara lenta mientras llega a nuestros oídos las palabra crumble. Lo cierto es que se nos hace agua la boca mientras soñamos con la posibilidad de que la producción industrial de guáimaro, sustentada con ciencia criolla y desarrollos tecnológicos que nazcan de las comunidades que lo producen, pueda salvar la patria, o al menos una parte de ella, del yugo de una economía extractivista que deja un exiguo desarrollo humano y social y amplios desastres ecológicos.
En cuanto al postre, anotamos la siguiente opinión profesional ”uff, sabroso”. Y luego pensamos que el crumble de guáimaro con semillas andinas que rodean un suculento tomate de árbol pochado y relleno de mascarpone sabe a una bella utopía, como la producción industrial de alta tecnología del guáimaro bajo el sol de la costa norte colombiana.
Las artes guáimaras
Aún falta la última parada en nuestra ruta del guáimaro. Atravesamos la calle 54 hacia el norte y luego de unas pocas calles empinadas nos encontramos con una casa grande de ladrillo que bien podría habitar un elegante fantasma cachaco de los años cincuenta pero que está de cumple dieciocho albergando a Mini Mal, un restaurante dedicado a espantar los lugares comunes gastronómicos jugando con la diversidad de platos e ingredientes de las regiones de Colombia. Nos recibe su directora, Antonuela Ariza, una cocinera de 25 años de experiencia. Está vestida con su uniforme y lista para prepararnos un plato fuerte. Nuestros paladares han de ser muy exquisitos y sensibles para merecer tantas atenciones o quizás solo somos dos escritores con suerte. Pero tenemos miedo. ¿Fracasará el plato fuerte debido a la diferencia tan marcada de sabores entre las bolsas de polvo de guáimaro? ¿Tendremos que rajar de manera implacable al guáimaro como posible ingrediente de un plato principal?
Preocupados por los protocolos que merece la alta cocina, le preguntamos a Antonuela cómo lidia con la falta de estándar del polvo de guáimaro y mientras empieza a cocinar, su respuesta está en frutas como el camu camu, arazá, copoazú, açai, que en Mini Mal suenan a costumbre, pero a nosotros nos parecen de otro mundo, “Una fruta depende totalmente del clima, cualquier fruto depende de eso”, explica Antonuela, mientras juega con unos camarones. Cuando compran copoazú, saben que siempre sabrá a lo que sabe el copoazú, pero unas veces tendrá notas más ácidas o más dulces, pues es algo que no se puede controlar, “Lo mismo pasa con el guáimaro, que puede llegar un poquito más tostado... Depende de cómo se tueste y si es artesanal. Los únicos que pueden garantizar un sabor exactamente igual son los productos industriales, que los hacen con sabor artificial”. En el caso del guáimaro, el proceso de tostado parece ser lo más delicado, pero, para Antonuela, no es tan preocupante, “Me parece que no debería ser un problema para nadie. Yo insisto en que un producto de una comunidad es tan valioso desde la semilla hasta el fruto”.
Mejor dicho, a Antonuela, a diferencia de Alejandro Gutiérrez, la tiene sin cuidado la producción industrial y la comercialización a mayor escala. Su proceso de creación es más intuitivo, personal, basado en sus intereses, procesos y convicciones, como si estuviera esculpiendo, pintando, componiendo música. Por ejemplo, pensar en usar el polvo de guáimaro para apanar fue toda una epifanía de esta chef en medio de los sueños.
En ese momento caemos en cuenta de que de verdad somos dos tipos con suerte, no solo porque el plato que está preparando Antonuela son camarones apanados en polvo de guáimaro, dios santo bendito, sino porque además descubrimos que esta ruta del guáimaro nos ha hecho vivir en saliva propia tres formas distintas de la creación humana: la artesanía (el pan y mantequilla), la industria (gaseosa y postre) y, ahora con Antonuela y sus camarones, ¡el arte!
En la cocina de Antonuela se nota que el énfasis en el sabor, el cultivo de los sentidos y los placeres de la mesa no son lujos frívolos. A principios del siglo XX, en rebeldía contra la noción puritana de la alimentación estadounidense, basada en la mera nutrición, Henry Theophilus Finck publicó un libro donde defiende abiertamente el énfasis en el sabor como promotor de la la salud e incluso como un deber moral y una responsabilidad cívica. Así resume Nadia Berenstein la visión revolucionaria de Finck para la época en un país que renegaba de las costumbres gastronómicas europeas: “una ‘América Gastronómica’ causaría un reordenamiento de las relaciones sociales, costumbres y economías. Los cocineros ya no serían considerados como trabajadores de bajo estatus, sino que alcanzarían nuevos niveles de respeto, celebridad y remuneración. ‘Food and Flavor’ (el libro de Finck) contiene una celebración larga y completa de lo local, lo particular y lo regionalmente específico. Los agricultores recurrirían al cultivo de variedades de frutas, granos y vegetales que seducirían el paladar. […] Los fabricantes favorecerían procesos que conserven el sabor, incluso a costos algo más altos. El sabor, después de todo, no era solo salud, constituía un valor comercial, una fuerza económica que podía convertir a los productores de alimentos que le prestaban atención en ‘millonarios’”. Esto se conecta con la misión de la cocina de Antonuela, que le da gran importancia al respeto para toda la cadena de producción, “Si en una cadena de valor a alguien le están dando por la cabeza, está mal esa cadena. Finalmente, si no existe un intercambio de conocimiento, pues no es tan chévere”, nos dice Antonuela.
Salen los camarones y nos preguntamos cómo el amargo del guáimaro jugará con ellos. Claro, no es cualquier amargo, es, como dijimos entre risas, un “amargo contento”. De nuevo la cámara, otra vez la expectativa, el silencio, la necesidad de decir algo inteligentísimo, sensiblísimo y muy revelador. ¡Crunch! “¡Están buenísimos!”. Y ya. Hay para todo el equipo que nos acompaña, nos dedicamos a comer, a compartir a pasarla bien. Y luego, de remate, llega el postre: helado y guáimaro. Este helado es especial, pues es de Selva Nevada, una heladería artesanal en la que Antonuela ha trabajado por doce años. Es una bola de helado de maracuyá con una galleta de guáimaro. Hay notas que saben a cacao y madera. Luego de probarlo, una de nuestras amigas del equipo se fajó una frase que esperamos que pase a la historia: “la textura es liviana, pero el sabor es intenso”. Para nosotros, más minimalistas, un “deli” fue nuestro veredicto. La utopía se nos agrandó. Ahora pensamos en cómo el guáimaro podría impulsar en Colombia procesos artesanales, industriales y artísticos interrelacionados donde muchas personas lograrían crear, intercambiar conocimientos y hacer proyectos de vida mientras nosotros, Efraín y Andrés, nos retiramos de manera prematura y nos dedicamos a una vida como catadores.
Efraín Rincón es biólogo y periodista científico. Ha escrito para diferentes medios como Cerosetenta, Pesquisa Javeriana o el Toronto Star, sobre ciencia y medio ambiente. Es coproductor de Shots de Ciencia, una plataforma de divulgación científica.
Andrés Carvajal. Escritor. Creador de contenidos audiovisuales. Ha escrito sátiras para diversos medios y formatos. Columnista y líder editorial en Todo es Ciencia. Hace parte de Guoqui Toqui, un laboratorio de contenidos audiovisuales. Gurú que enseña a hacer casi tan feliz como los políticos en el canal de YouTube Aprende con Muchotropico.
Las fotos son de Juliana Ladrón de Guevara
El contenido aquí publicado es resultado del trabajo colaborativo entre Todo es Ciencia y la ONG Envol Vert, fundación que tiene como objetivo la preservación del bosque y de la biodiversidad en América Latina y Francia. Su trabajo se hace con la población local, para favorecer iniciativas de preservación y ayudarlos a desarrollar nuevas alternativas económicas. La serie de contenidos relacionados con el Guáimaro hace parte del enfoque de región que la estrategia Todo es ciencia desarrolla y que tiene por propósito contar historias de transformación social a partir de ejercicios de CTeI a lo largo y ancho del territorio nacional.