Por Fernando Rojas Parra
En Bogotá tienen lugar varios debates fundamentales para la movilidad de las ciudades. Del resultado de esas discusiones dependerá el futuro de la ciudad, pues más que tecnologías, todo indica que son apuestas de sociedad. Y aunque el transporte limpio está de moda en el mundo, la realidad propia de cada ciudad será determinante para identificar qué tan cerca o lejos se está de tener un transporte público amigable con el medio ambiente, eficiente, asequible y digno.
¿Metro o buses?
Esta es una discusión que lleva años. Aunque las autoridades nacionales y locales eran conscientes de la necesidad de un metro para Bogotá, no se ha logradoni el respaldo técnico, ni financiero, ni político desde hace décadas. Mientras tanto el bus, por sus bajos costos, por realizar recorridos flexibles, por adecuarse fácilmente a la geografía de Bogotá, por lograr construir un firme apoyo político, logró consolidarse como la alternativa durante buena parte del siglo XX. Incluso durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa, aunque se había firmado un acuerdo con el gobierno nacional para la construcción del metro, el alcalde inició la puesta en marcha de un sistema de buses más moderno, pero buses al fin y al cabo.
Hay que reconocer que Transmilenio fue un salto gigantesco frente al caótico sistema de buses que tenía la ciudad. Era el fin de la guerra del centavo, los buses destartalados, la música a todo volumen, la informalidad y el desorden. En su lugar, las troncales, las grandes estaciones, los portales, el pago con tarjeta, los alimentadores y los impactantes buses rojos fueron recibidos con alegría. Era el año 2000 y recorrer la ciudad en menos de la mitad del tiempo que un bus tradicional se hizo posible. Cuando Bogotá no tenía plata para el metro, Transmilenio fue una solución.
La luna de miel no duró mucho. Aunque Peñalosa y Antanas Mockus construyeron cerca de 80 kilómetros de troncales, Luis Eduardo Garzón, Samuel Moreno y Gustavo Petro bajaron el ritmo de la ampliación y el sistema se vino a pique. A la falta de infraestructura se sumó un rápido y constante deterioro de la calidad del servicio. Esto llevó a que los usuarios perdieran la confianza en Transmilenio. Los colados y el incivismo se convirtieron en prácticas cotidianas. La incapacidad del Distrito para generar cambios de fondo agravó la situación. No obstante, el alcalde Peñalosa, en su segunda alcaldía, quiere meter Transmilenio por la Séptima, la 68 y tramos de la Ciudad de Cali y la Boyacá –avenidas principales para el transporte en Bogotá–, sin que los bogotanos conozcamos si habrá una versión mejorada del sistema o tendremos más de lo mismo.
Pero el sueño del metro siguió latente. Primero fue Samuel Moreno quien se comprometió a iniciar su construcción. Pero ese metro se evaporó en medio del escándalo de corrupción que llamaron de forma creativa “el carrusel de la contratación”. Luego vino Gustavo Petro y avanzó en los estudios de un metro subterráneo, al punto de lograr que el presidente Santos se comprometiera a financiar una parte de la anhelada construcción. Sin embargo, el tiempo tampoco le alcanzó. Con Peñalosa como alcalde de nuevo, y con el mismo Santos como presidente, se abortó el proyecto subterráneo y se apostó por una alternativa elevada.
La polémica era inevitable. El cambio del proyecto generó un aplazamiento en el inicio de la construcción, dejó en evidencia las debilidades gerenciales de la administración y el aumento del valor del proyecto de 9,6 billones a más de 13 billones de pesos. Hoy no sabemos cuándo empezará la construcción. Lo que sí sabemos es que la línea de metro que quiere dejar Peñalosa no resolverá los problemas de movilidad y puede generar una sobrecarga adicional en el ya apabullado Transmilenio.
Diésel, gas o eléctrico
Los buses de Transmilenio debían rodar por Bogotá cerca de 800.000 kilómetros durante el tiempo que durara la licitación iniciada en el año 2000. Durante el gobierno de Petro, aunque debió licitarse la nueva flota, se prorrogaron los contratos de operación, con lo cual los buses viejos del sistema pudieron rodar alrededor de 240.000 kilómetros más. Cuando volvió Peñalosa, con el argumento de tener tiempo para preparar la licitación, nuevamente se prorrogaron los contratos y esos buses, más viejos aún, pudieron rodar otros 240.000 kilómetros.
Pero la licitación, lejos de dar tranquilidad, se convirtió en otra polémica más para la administración Peñalosa. Mientras las principales ciudades del mundo han definido fechas límite para sacar de circulación a los vehículos movidos con diésel, identificado como agente cancerígeno por la OMS desde 2012, en Bogotá a Peñalosa eso pareció importarle poco. Su defensa del diésel y los intentos por desprestigiar a otras tecnologías enardecieron la discusión. Sectores ambientalistas, concejales y órganos de control, entre otros, llamaron la atención de la administración para que la licitación fuera la oportunidad de que Bogotá hiciera el tránsito hacia tecnologías más limpias. A regañadientes fueron modificados los valores de calificación de las propuestas, otorgándole 200 puntos a sistemas diferentes. Pero la propuesta económica siguió teniendo mucho peso –1.400 puntos–, con lo cual se reduce la posibilidad de un cambio verdadero.
El panorama para Bogotá y su nueva flota es poco alentador. Aunque los buses nuevos de diésel contaminarán menos que los anteriores, seguirán siendo diésel. Los de gas serán una incógnita pues no hay referencias claras de experiencias de funcionamiento y exigencias similares a las que tendrían en Bogotá. Y los eléctricos serán una lotería porque no sabemos si tanta maravilla será cierta.
Carros y motos
Dentro de la preocupación sobre el transporte limpio, hay una discusión permanente sobre el uso del carro. Sin embargo, la masificación del uso de la moto se ha convertido en un aspecto clave frente al cual aún no se tiene respuesta.
Varias ciudades en el mundo le apuestan a la guerra contra el carro. De ahí que tomen medidas como los cobros por congestión, el aumento de la tarifas de los parqueaderos, la restricción de ingreso a ciertas zonas o el aumento de los impuestos para desincentivar su uso. En el caso de Colombia, hay una posición contradictoria. El gobierno nacional se beneficia de la venta de carros y autopartes y del empleo que genera el sector automotriz como parte de la economía, y al mismo tiempo promueve el transporte público y la restricción del carro. No obstante, deja solas a las ciudades a la hora de construir infraestructura vial, de subsidiar la tarifa del transporte público o de mejorar su calidad.
Adicionalmente, el gobierno nacional no tiene una apuesta sólida para modernizar el parque automotor que circula por el país, ni una estrategia concreta para reducir los costos de los vehículos particulares de tecnologías limpias. En ese sentido, el número de carros en Colombia seguirá en aumento y los gobiernos locales tendrán menos capacidades de responder a esa situación. Por ejemplo, durante años nos dijeron que no se podían construir más vías porque Bogotá se llenaría de carros. Hoy, la ciudad está llena de carros y sin vías. En una ciudad que no tiene un buen transporte público, el sueño del carro como alternativa y calidad de vida se hace más fuerte y la guerra contra el carro promueve la estigmatización, no su uso racional, que debería ser el objetivo fundamental.
Como si el tema de los carros no fuera crítico, ahora también están las motos. Ni Colombia ni Bogotá estuvieron preparadas para su llegada, ni para su masificación: “la estrategia de las marcas para reconfigurar las motos como un elemento de inclusión social, generó que, en los últimos 10 años, el parque de motocicletas creciera 233%, al pasar de 2,3 millones de unidades en 2007 a 7,7 millones a 2017”.
Las motos no son solo un desafío para la movilidad, son un gigantesco reto social. Basta con recordar que solo en Bogotá pasamos de tener 20.000 motos en 2002 a 500.000 en 2018; y que más de 80% de las motos pertenecen a los estratos 1, 2 y 3, quienes eran fundamentalmente usuarios del transporte público. Por su bajo costo, su flexibilidad, la posibilidad de llevar a otra persona y como el primer paso hacia la motorización, la moto hoy es una opción muy importante para la movilidad de cientos de miles de personas.
Si bien en principio este es un problema de los gobiernos locales, la solución pasa porque el gobierno nacional fortalezca los cursos de conducción y subsidie la adquisición de accesorios esenciales, como cascos de mayor calidad, entre otras medidas. Lo que está claro es que esta no es una responsabilidad solo de las administraciones locales. Sin un panorama nacional, difícilmente se encontrará un camino.
La bicicleta
Desde 1997, en Bogotá se ha invertido, con mayor o menor énfasis, en la construcción de infraestructura para promover el uso de la bicicleta. A esto se le sumó, por un lado, la conformación de colectivos de la bicicleta que desde actividades como los ciclopaseos, invitaron a perderle el miedo a transportarse rutinariamente en este medio. Por otro lado, a los miles de usuarios que ya la usaban, se sumaron otros miles que vieron en la bicicleta una forma agradable, económica y eficiente de moverse por la ciudad. Como resultado, pasamos de tener 0,4% de los viajes diarios en la ciudad a cerca de 8%, lo que significa que más de 835.000 bogotanos prefieren la bicicleta para movilizarse a diario.
Pero no todo es alegría. Con el mayor uso de la bicicleta también llegaron el aumento de robos –hoy se roban entre 3 y 5 bicicletas al día– y de accidentes. Según cifras de la Secretaría de Movilidad, “cada 8 horas en promedio hay un ciclista herido en accidente en Bogotá”. También se hizo evidente la falta de infraestructura para la bicicleta, como la construcción de cicloparqueaderos. Resolverlos será clave para invitar a más personas a moverse en bicicleta de forma regular.
Caminar es la forma de transportarse más amigable con el medio ambiente. No obstante, la bicicleta es la cenicienta de la movilidad. Tal vez por ser tan común, es la menos valorada en acciones concretas. Los andenes de Bogotá son discontinuos, llenos de obstáculos, con pocos árboles, ilumanción deficiente o están invadidos por camiones, carros, motos o ventas ambulantes. Todos somos peatones en algún momento de los trayectos que realizamos diariamente, algo que desafortunadamente se pierde de vista rápidamente a la hora de actuar con determinación para promover el transporte limpio. Por esta razón, los debates son dominados por cuál tecnología es la mejor y no por cuál sociedad es la que queremos construir.
Fernando Rojas Parra es politólogo con maestrías en gestión urbana e historia. Estudiante de doctorado en historia de la Universidad de los Andes. Consultor. Fotografías de Andrés Páez para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores y los entrevistados no representan una postura institucional de Colciencias.