Por Andrés Carvajal
Antes de que hubiera ciudades o aldeas, cuando éramos nómadas, ya sabíamos que el homo sapiens, comparado con los reptiles o los demás mamíferos, era una criatura lenta, débil y poco ágil. Nos tomó alrededor de 200.000 años volvernos animales sedentarios de ciudades y ver cómo nos portamos en las calles para caer en la cuenta de que además somos una especie zopenca y desconsiderada. Para solventar estos asuntos, el bípedo más frentón y lampiño ha sabido usar un poder único que no comparte con ninguna de las especies vivas y extintas que han poblado la tierra (excepto un poquito con sus primos, los primates superiores): la creatividad. Para lo lento se inventó la rueda, el motor, la turbina… Para lo débil, la domesticación de animales de tiro, la palanca, la grúa… Para la falta de agilidad, el trabajo colaborativo, tan útil en las cacerías prehistóricas como en los viajes tripulados al espacio exterior. Para lo zopencos y desconsiderados que somos los unos con los otros, se inventó el respeto. No todos los inventos fundamentales de la Historia han sido tecnológicos, muchos han sido avances sociales.
Sí, digo que el respeto es un invento y un avance social. Porque respetar no es algo que le aparezca a las crías humanas de manera espontánea, como los dientes de leche o el instinto de meterse en la boca las cosas más sucias. El respeto se aprende y se puede enseñar. No me refiero al respeto como lo solemos entender en Colombia, un acto de obediencia a alguna convención social o de sumisión al patrón, sino como lo define Richard V. Reeves en su ensayo The respect deficit: respetamos cuando nos miramos a los ojos como iguales.
Entre más primitiva es una sociedad, desarrolla menos tecnología y enseña menos respeto. Los baktiaritas son una de las pocas tribus nómadas que aún sobreviven. Sus miembros transhumantes no pueden construir nada complejo por pasarse la vida atravesando las montañas Zagros en el sur de Irán, yendo y viniendo en un ciclo perpetuo. Se llaman baktiaritas porque, como lo reseña Jacob Bronowski en El ascenso del hombre, todos se consideran hijos de Baktiar, un pastor legendario… y muy fértil, una especie de Diomedes Díaz con ovejas. Su cohesión, como la de muchas sociedades tribales, se basa en el mito fundacional de que son una sola familia. Se miran a los ojos como iguales no por pertenecer a la misma especie humana sino porque son baktiaritas. En este tipo de sociedades pequeñas, el trabajo colaborativo y el respeto están limitados a los miembros de su propia tribu. Bueno, y quizás no para digamos todos todos sus miembros. Cuando sus ancianos no pueden atravesar el río Bazuft, con el que se encuentran cada año en su circuito nómada y que a veces se crece, simplemente los dejan atrás, bajo el ancho cielo y frente a una flaca muerte por inanición.
La civilización apareció cuando las sociedades, para no descomponerse mientras iban siendo más grandes y complejas, tuvieron que extender el respeto más allá de la familia, como quien esparce una capa de antiséptico para que la herida no se pudra. A medida que las ciudades iban creciendo, empezó a ser útil el respeto entre los desconocidos porque, si no tenían que colaborar entre sí, al menos iban a toparse por ahí en las calles mucho más que con sus familiares. La costumbre de respetarse, de mirarse a los ojos como iguales entre desconocidos, diferencia a las sociedades con mejor nivel de vida de las más desiguales, a las más incluyentes y diversas de las más cavernarias y discriminatorias, a las que producen más ciencia y tecnología de las que solo extraen materias primas, a las que regulan de las prohibicionistas, a las más justas de las que son corruptas a punto de pus. Esto no tiene pinta de ser una coincidencia.
Inventos fundamentales como la lanza de sílex, la rueda, la agricultura. Inventos clásicos como la brújula, el arte, las matemáticas. Inventos que suenan a ciencia ficción como la inteligencia artificial, la realidad virtual, las prótesis cibernéticas. Todos esos inventos son tan trascendentales como el respeto. A mí me deprime que la sociedad colombiana muestre tan poco interés en el desarrollo científico y tecnológico. Al menos deberíamos volver a inventar la rueda. Inventarnos cosas fundamentales como no robar el erario, no desplazar forzadamente poblaciones, no matarnos a bala y menos con machete o motosierra. Cosas clásicas como honrar las filas, no estacionar los carros encima del andén, dejar bajar antes de subirse. Cosas que nos suenan a ciencia ficción como soltar un inodoro público después de usarlo, abstenerse de solicitar trámites absurdos y montones de papeles para diligencias simples, evitar soltar en una discusión “¡usted no sabe quién soy yo!”, no discriminar al diferente, no empujar, no dar codazos, no manosear sin permiso… Si no, que la humanidad avance y nos deje tirados al otro lado del río, bajo el ancho cielo y frente a nuestro flaco destino.
Andrés Carvajal ha escrito sátiras para diversos medios y formatos, como la ponencia White Elephants Come First (en la conferencia sobre derechos humanos y educación de Colombian Academics en City University of New York - 2016). Ganador de la convocatoria New Media 2017 (Proimágenes, MinTic y Canada Media Fund) con Aprende con Muchotrópico, formato audiovisual de sátira. Cocreador y editor de la serie documental infantil Emoticones, finalista en los festivales Prix Jeunesse International 2018 y FAN Chile 2018. Ilustraciones de Matador para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.
Publicar nuevo comentario