Fascinación por los virus: profesión peligro

Fascinación por los virus

virus microscopio microscope
Author: Anónimo (no verificado) Fecha:Diciembre 11, 2017 // Etiquetas: Ángela Posada-Swafford, Ciencia, medicina, virus

Por Ángela Posada-Swafford

A lo largo de los años, ejerciendo mi profesión como periodista científica, he tenido oportunidades para entender, fascinarme y asustarme ante los virus. No sólo porque su poder de destrucción es algo incomparable al de cualquier otra fuerza en la naturaleza. También porque los virus son los amos y herederos del planeta. Es más: en su gran mayoría, son benéficos. Tanto, que nuestro genoma está plagado del ADN de toda clase de virus que han jugado un rol importante en la evolución humana, incluyendo su papel en la formación de la placenta de los mamíferos. Podría decirse que somos virus de dos patas; y que sin ellos, quizás ni habríamos nacido. 

Pero al mismo tiempo, cuando se trata de matar células, nada le gana a un virus. Todo esto lo quise plasmar en mi novela de ciencia y adrenalina titulada Un enemigo invisible. En ella, y en posteriores conversaciones con lectores de todas las edades, he podido recordar mis experiencias cubriendo el mundo de estos monstruos diminutos.

Sentada ante el microscopio electrónico del CDC [https://www.cdc.gov/] he visto atónita el trabajo sucio de algunos virus en células humanas. A los más demoníacos –como el Ébola Zaire y la viruela–, los he observado en videos con la misma fascinación con la que algunos observan los ojos de una cobra.

Comparada a un virus, una célula es gigantesca. Ver su interior con el nivel de detalle que permite un microscopio electrónico es como sobrevolar un paisaje complicado. Un mundo aparte lleno de valles, ríos y lagunas, selvas y montes. Hay puntos que hasta parecen poblados. Cómo me habría gustado aprender biología así, ¡sobrevolando el interior de la célula como si fuera un orbitador en Marte!

Uno de los videos del CDC pasa sobre una célula de hígado humano que está destrozada por el Ébola. Es como si una bomba atómica hubiera estallado en medio, arrasando todas sus estructuras y dejado montañas de desperdicios. Cuando la cámara aumenta la resolución, lo que parecen desperdicios son miles y miles de bastones terminados en un ojo curvo: las partículas del Ébola. Hay tantas, que algunas partes de la célula parecen un reguero de espaguetis. Además, se reproducen a toda velocidad. ¿Qué tan rápido? Dos partículas de este (y muchos otros) virus se pueden convertir en mil millones… ¡en un par de días! Es como un ataque extraterrestre en el que los alienígenas intentan a toda costa convertir en uno de ellos el cuerpo que invaden. Pero el experimento nunca funciona y lo que sucede, en cambio, es que los órganos se derriten, como en una especie de accidente biológico diabólico.

Lo fascinante para mí es que un virus es una entidad cuya existencia transcurre en las fronteras entre la vida y la no vida. Es como un robot. No tiene un sistema para comer ni para respirar. No tiene personalidad. No tiene cerebro. Compacto, lógico, totalmente egocéntrico, sólo tiene una tarea: apoderarse de las células de otras criaturas. Cada partícula de un virus es una pequeña cápsula de membranas y proteínas. La cápsula contiene una o más hebras de ADN, las cuales son largas moléculas que a su vez contienen el programa del software para hacer una copia del virus.

Últimamente han regresado las noticias de que la influenza aviar H7N9 (las letras son las iniciales de las dos proteínas en su membrana externa) sigue expandiéndose en la China. Las imágenes que he visto me dejan boquiabierta porque esta nueva cepa es una entidad cambiante: igual que las criaturas de X Men, adquiere formas diferentes cada vez. En algunos casos, las partículas son delicadas bolitas erizadas de puntas, como minas de guerra cristalinas. En otros, se han convertido en rosarios, en amibas, o en bastones. Si H7N9 muestra esta misma versatilidad para aprender el arte de pasar de humano a humano, estamos fritos.

Cazar virus, la verdadera profesión peligro 

El Ébola podrá ser como una bomba atómica, pero la verdad es que la influenza mató a 50 millones de seres humanos en 1918. Por eso le tengo tanto respeto al H7N9. “Gripe es el término que le damos a lo que no sabemos qué es”, me dijo alguna vez un brillante médico en el CDC, ya retirado, apodado por la prensa “el cazador de virus”.

Y esa es la otra parte de la ecuación: los virólogos están entre los seres más valientes del planeta. No nos damos cuenta, pero diariamente estos detectives acechan a su diminuta presa, ya sea en su guarida natural en alguna selva virgen o en los laboratorios de bioseguridad nivel 4. Los he visto trabajar del otro lado de las esclusas de aire, enfundados en trajes de presión positiva, que parecen espaciales. Esforzándose por domar su miedo, se enfrentan al horror más grande que pueda concebir nuestra pesadilla más espantosa. Una pesadilla que podría hacerse realidad dentro de sus propios cuerpos, con sólo perforarse un guante. 

La impredecible naturaleza de la gripe aviar H7N9 es preocupante por tres cosas: las aves esta vez no muestran señales de enfermedad; el virus parece entender cómo infectar a un mamífero; y la especie humana no tiene inmunidad contra la gripe aviar. Es decir, es el arma biológica perfecta. Y está diseñada por la naturaleza.

 

Ángela Posada-Swafford es una periodista científica y escritora colombiana radicada en Estados Unidos. Ganadora de reconocimientos como el Premio Simón Bolívar de periodismo.

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