por Daniel Meza
La Amazonía vive una situación de emergencia: la última semana, las gráficas y fotos contundentes presentadas por el instrumento espacial MODIS (Espectrorradiómetro de Imágenes de Media Resolución) solo nos restregaron en el rostro lo primitivos que somos como especie. En una imagen dolorosa pudimos ver cómo los incendios estaban acabando, casi en tiempo real, con nuestros bosques tropicales.
El ojo de la tormenta estaba en Brasil, el país con mayor porción de selva amazónica, y sobre su presidente, Jair Bolsonaro. El controvertido jefe de Estado, no contento con anunciar medidas anacrónicas (por ej. indemnizar con fondos ambientales a terratenientes expropiados precisamente para cuidar las reservas), dijo también que la culpa de los incendios la tenían “los indios” o “los marcianos”.
Pero no todo empezó con Jair. Si de verdad quisiéramos buscar culpables, el llamado último pulmón de la Tierra ya viene siendo masacrado sistemáticamente hace mucho tiempo, consecuencia de un sistema de consumo inmoralmente voraz, que no ha cambiado mucho desde que los humanos más arcaicos empezaron a modificar el planeta.
Desde que los portugueses llegaron en 1.500, la Amazonía brasileña ha tenido que abrir paso a otras actividades de infraestructura agrícola, industrial (incluida la minería), la construcción de carreteras y represas hidroeléctricas o para la expansión urbana. Dicho lo anterior, lo que ocurre en 2019 es solo la punta del iceberg de lo que en Brasil ya estaban acostumbrados desde hace siglos.
“Si bien la economía brasileña es bastante diversificada, las actividades tradicionales tienen una fuerte influencia política en el país”, refirió a N+1 Marcos Dos Santos, politólogo y geógrafo brasileño.
¿El origen del mal?
La deforestación es tan vieja como la humanidad misma, y fue un factor clave en nuestra transformación de la tierra. Yuval Harari habla de la agricultura como la primera causante de muchos desastres ecológicos. En ese sentido el historiador británico Henry Clifford Darby sugirió hace 40 años que “posiblemente el factor más importante del cambio del paisaje (…) es la tala del bosque”. Tenía razón.
No todo empezó con Jair. Si de verdad quisiéramos buscar culpables, el llamado último pulmón de la Tierra ya viene siendo masacrado sistemáticamente hace mucho tiempo.
A pesar de lo dicho por Darby, hay enormes lagunas temporales sobre lo ocurrido. Se cree que el fuego controlado puede ser contemporáneo al Homo erectus (hace 0.5 millones de años) pero no se sabe cuándo ni cómo. La deforestación se caracteriza, de acuerdo a Michael Williams, por “edades oscuras en el tiempo y áreas oscuras en el espacio”. La frase aplica también hoy, a pesar de la cantidad copiosa de literatura sobre deforestación tropical.
Los bosques modernos nacieron hace 10.000 años. Su composición, en definitiva, cambió con las mudanzas climáticas. No está claro si más adelante el cambio de las especies fue inducido o fue una respuesta natural al clima. En Europa la modificación humana data de hace 6.000 años, por talas para cultivo y pastoreo. Se propagaron nuevas especies y árboles alimenticios como el nogal y el olivo, y también llegaron las malezas. Por ello, el paleólogo Knut Faegri dijo en alguna ocasión que “un paisaje virgen” siempre ha sido una ficción y que más bien siempre tuvimos paisajes culturales creados por la humanidad.
Si en Europa una tala de bosques importante se produjo en los 4.500 a.E.C., algo similar ocurrió al este de Norteamérica solo alrededor de los 1.000 años d.E.C., pero mucho antes, los primeros habitantes americanos ya habían modificado a la Amazonía y las praderas norteamericanas. Claro está, mucho más de lo que los defensores de la idea de los paisajes prístinos reconocen, pero mucho menos de lo que los europeos habían hecho en su tiempo y espacio.
Es muy difícil estimar el ritmo y la extensión del proceso de la deforestación en el actual Brasil provocada por la llegada del Sapiens. Si existió esta limpieza de bosques, de la que hay algunos indicios, esta luego fue revertida por recuperaciones espontáneas que resurgen cuando la presión humana relajó. Aquel pasado oscuro, no obstante, empezó a esclarecerse a partir del año 1.500.
Recrudecimiento en la Colonia y el Imperio
Los registros históricos nos remontan al siglo XVI, tiempos en que los portugueses, y los europeos en general eran dominados por la lógica mercantilista: los metales preciosos eran la manera de medir la riqueza de las naciones. Otra necesidad era la de tener los derechos de explotar los suelos en territorios coloniales. Todo esto ocurrió mientras Brasil era colonia portuguesa.
Pero en los primeros siglos de soberanía ibérica, en realidad lo que más se consumió fueron los árboles del pau-brasil. De ellos se obtenía la tinta roja, muy usada en el Viejo Continente en los siglos XVI y XVII para el teñido de prendas. Incluso la corona llegó a normar la tala del árbol bermejo, garantizando la exclusividad para explotarlo. En épocas tan primitivas, era de esperarse que la explotación fuese insostenible.
Cosmografía universal que muestra la deforestación en el periodo colonial, a principios del siglo XVI / Wikimedia Commons
Con la fundación del Imperio del Brasil y al mando el emperador Pedro I y posteriormente tras la abdicación, su hijo Pedro II, empezó la era del café, cuyos cultivos se asentaron en los estados de Río de Janeiro, Sao Paulo y Minas Gerais. Las exportaciones de café brasileño aumentaron del promedio anual de 317.800 sacos entre 1821 al 1830 a 5.332.600 sacos entre 1881 y 1990. Esto solo fue posible gracias al gran crecimiento de la producción nacional de café, que trajo como consecuencia lógica de la deforestación de parte de los estados mencionadosEl Brasil republicano, insostenible de nacimiento
Sin embargo, también fueron culpables los cultivos de caña de azúcar y el ganado en el noroeste, el algodón en Maranhão y Ceará, las plantaciones de caña de azúcar en São Paulo y una pequeña agricultura de colonos al sur del país que se inició durante el lapso imperial. Otros sistemas de explotación de selva sobresalientes tuvieron que ver con el cacao y el caucho, aunque ninguno de ellos igualó en devastación forestal al poder económico del café. Éste, en 1854 y 1886 provocó la limpieza de 2,3 millones de hectáreas en São Paulo. En aquellos 32 años, el 0.3% del territorio de São Paulo fue borrado anualmente. El gobierno imperial, como ente reguladora, intervino poco en las actividades económicas, regidas por la mano invisible del mercado.
El Brasil republicano, insostenible de nacimiento
Entre 1889 y 1929, prevalecieron las ideas clásicas y neoclásicas, donde no existió una política gubernamental significativa para la floresta doliente. En consecuencia, la tala indiscriminada continuó con un nuevo verdugo: la construcción de ferrocarriles. Entre 1886 y 1920 cada año se deforestaron 188.971 hectáreas (0.76%) de la superficie del estado paulista. El método de esta matanza ecológica fue uno familiar y nocivamente efectivo: la quema.
El Saki Barbudo negro es primate con mayor riesgo de extinguirse debido a la deforestación de la Amazonía. / WIkimedia Commons
Probablemente alertado por el avance desregulado de estas actividades, en 1921 el Ministerio de Agricultura creó por decreto el Servicio Forestal de Brasil, para establecer zonas de conservación para aislarlas de la tala indiscriminada.
Ya en la década del 30, la crisis económica y la puesta en cuestión de las ideas económicas tradicionales, permitieron al presidente Getúlio Vargas elaborar medidas de protección de recursos naturales: el Código Forestal (1934), el Código del Agua (1934) y el Código de Pesca (1938), basándose en teorías como la de las externalidades de Sidgwick y Pigou. El Código Forestal incluía, entre otras medidas: destinar dos tercios de todas las propiedades al cuidado de los recursos naturales; la obligatoriedad de pedir permiso previo para explotar vegetación nativa; el mandato a las industrias de mantener el cultivo de bosques para explotación de leña y carbón; y la creación de áreas protegidas o de conservación en áreas vulnerables, con el fin de conservar las nacientes y corrientes fluviales, las especies indígenas, entre otros.
Áreas deforestadas en la región Gurupá-Melgaço (Brasil) en 2013. / Wikimedia Commons
Pese a la voluntad, los objetivos no alcanzaron a cumplirse porque el país privilegió el desarrollo industrial y urbano. Y para mantener este desarrollo que por un lado requería tala indiscriminada para abrirse campo, el Estado usó una fórmula doblemente depredadora: la política fiscal empleaba parte de la renta ganadera y agrícola para destinarla a actividades industriales. Estas actividades, por supuesto, requerían nuevamente más tala indiscriminada. El Código estaba muerto al nacer.
En el Brasil de los 40, 50 y 60 prevaleció el modelo de macroeconomía keynesiana, donde se le da nula atención a los recursos naturales en la economía. La ecuación de equilibrio en el mercado de productos es Y=C+I+G+X-M, donde el PBI (Y) es igual a la sumatoria del consumo del sector privado (C), la inversión del sector privado (I) –esto es la apuesta por más áreas forestales convertidas zonas agropecuarias–, el gasto público (G) –por ejemplo, la creación de nuevas carreteras y represas para energía hidroeléctrica–, el aumento de las exportaciones (X) –mayor explotación maderera y su venta al exterior–, y la reducción de importaciones (-M).
Entre los 40 y los 70, se crearon 3 millones de centros agrícolas, perdiéndose 100 millones de hectáreas de selva. Entre 1938 y 1964 se produjo un aumento de 356.000 km. de carreteras, es decir un aumento del 185 %, y la depredación de pinos en el sur le generó ingresos al país por este tipo de madera.
Entre el 65 y 88, se promulgó el segundo Código Forestal, más detallado y minuicioso que el primero. Con todo y detalles, se estrelló con más estímulo económico a la ganadería y los cultivos en los 70 y 80. Es en estos tiempos que se produce el avance hacia el Centrooeste de Brasil, a su vez un retroceso a las hectáreas de árboles. Se triplicó la extensión de las carreteras hasta llegar a 1.500.000 km. en 1988, permitiendo acceso a zonas aún aisladas.
La crítica se asomaba y surgían planteamientos macroeconómicos que incluían a los recursos naturales en el modelo, alegando que era posible crecer con el uso racional de los recursos. Tristemente, nunca fueron realmente considerados para efecto de políticas públicas.
Iniciativas rescatables en el Brasil moderno
Con la nueva constitución de 1988, se otorgó autonomía para legislar a los estados. Esto dio pie a que se generaran herramientas innovadoras como el ICMS ecológico, un impuesto para compensar a los estados que pierden ingresos fiscales por conservar áreas forestales, fuentes de agua o áreas protegidas. El experimento nació en Paraná, y hoy 18 de 16 estados lo tienen. Los resultados, si bien no extraordinarios, fueron efectivos en pequeña escala.
El gobierno federal, al menos sobre el papel, incrementó su esfuerzo en políticas de control de deforestación: definió una política global para el medio ambiente, creó el Instituto Brasileño de Medio Ambiente (Ibama) que absorbió a otras agencias específicas dedicadas al desarrollo forestal, al caucho, a la pesca y al medioambiente. Además, instituyó la elaboración de un informe anual de impacto ambiental, el Rima, y creando la Ley de Delitos Ambientales, que solo fue decretada 8 años después de su debate y recién entró en rigor en el año 2000. Canceló, además, los incentivos agropecuarios en la llamada Amazonía Legal.
N+1 / Mapchart
La historia, como en un bucle, se volvió a repetir. Desoladoramente, la deforestación no pudo ser contenida: 19,8 millones de hectáreas fueran destruidas en la Amazonía Legal entre 1988 y 1999.
El objetivo de las políticas de cuidado medioambiental nunca fueron coherentes con la política económica del país basada en el Consenso de Washington –un modelo caracterizado por la desregulación de la economía y la reducción de la participación del estado en los procesos productivos.
La necesidad de ampliar las exportaciones hicieron languidecer los órganos públicos fiscalizadores de la destrucción de los bosques. En la Amazonía Legal, áreas enteras de florestas fueron convertidas en pastos para ganados y plantaciones de soya, cuya producción es exportable (hoy Brasil es uno de los principales productores y exportadores del grano). Las oficinas públicas de conservación eran de mucha menor importancia que las de producción. Después de 1988, los modelos macroeconómicos siguieron siendo los neoclásicos y keynesianos, donde los recursos naturales no son lo suficientemente importantes.
En los 90, como resultado del ECO92, explica a este medio Dos Santos, se dio inicio al Programa Piloto para la Protección de los Bosques Tropicales (PPG7), financiado por el G7, que invirtió alrededor de 500 millones de dólares a fines de 2010 en programas de conservación, preservación y desarrollo sostenible, donde se destacar la creación de más de 100 millones de hectáreas de áreas protegidas en la selva amazónica y atlántica.
“Dentro del gobierno, destacamos el Plan Amazónico Sostenible (PAS), un programa que benefició principalmente a los pequeños productores ribereños y extractivos que desarrollan actividades a partir de los recursos forestales, pero sin promover su deforestación o degradación, por el contrario, el mantenimiento del bosque es la condición principal para la sostenibilidad de sus actividades económicas. Estos avances ocurrieron en los gobiernos Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) y Lula (2003-2011)”, agrega.
Un resumen de cómo las políticas públicas de los algunos gobiernos impactaron en la Amazonía. / N+1
“Desde la administración Dilma (2011-2016), las presiones internas de los sectores oligárquicos y la caída de los precios de los commodities agrícolas en el mercado internacional presionaron nuevamente a la Amazonía. Lo que vemos hoy es el resultado del discurso del desarrollo que ve la explotación irrestricta de la Amazonía como una de las formas de salir de la crisis económica del país”, relata el experto.
La reforestación, insuficiente
En el 2000, la sexta área reforestada más grande del mundo le pertenecía a Brasil, estando solo por debajo de China, India, la Federación Rusa, EE.UU., y Japón. Desde el 65, los incentivos hicieron que las áreas reforestadas crecieran hasta 6 millones de hectáreas, aunque progresivamente todo fue declinando.
Aún así, lo reforestado fue solo el 5% de lo deforestado en la Amazonía legal entre los años 75 y 2000. Lo reforestado no reemplaza lo deforestado, ya que solo inserta unas pocas especies como el eucalipto y el pino, mientras que lo deforestado es muchísimo más diverso (araruva, pau-marfim, pinos brasileños, entre otros). Las políticas de reforestación implicaron costos muy altos respecto a los beneficios generados.
¿El pulmón de la Tierra? No
Es un hecho que la Amazonía posee una gran importancia para el equilibrio climático global, pues está comprobado que los bosques amazónicos captan mucho dióxido de carbono (CO2) de la atmósfera. Sin embargo, no puede ser considerado el Pulmón del Mundo, ya que no produce un excedente de oxígeno.
Lo que debemos hacer antes de rezar
La lección de este repaso histórico es que la deforestación indiscriminada es algo a lo que el Brasil está acostumbrado desde el inicio, y la irracionalidad y perjuicios de la misma es algo que nunca se ha considerado seriamente en los modelos económicos.
Las soluciones pasan, para C. J. Caetano Bacha, por cambiar de modelos económicos que consideren los recursos naturales como una variable de vital importancia capaces de restringir la voracidad del mercado. Además, recomienda mejorar los sistemas de control enfocándose más en estados que en unidades productivas. Finalmente, generar una cultura de valoración de mercancías ecológicamente correctas (o que no hayan sido producto de la victimización de la Amazonía).
La mirada de Dos Santos es, pese a todo, esperanzadora: “Existen, de otro lado, muchos sectores sostenibles y responsables de los agronegocios brasileños que ya se oponen al discurso actual del gobierno de Bolsonaro; varios programas de cooperación internacional en la Amazonía que trabajan en sociedad con el gobierno brasileño de ONGs que actúan en la región. Las acciones son volcadas principalmente a combatir la deforestación con estudios de monitoreo y proyectos de capacitación de comunicades locales, buscando expandir experiencias de desarrollo sostenible”. Esperamos tener más noticia de ellos.
La publicación de este texto es posible gracias a un trabajo colaborativo entre Todo es ciencia y N+1, ciencia que suma; medio de comunicación digital para la difusión de la CTeI. Dicho trabajo tiene el propósito de generar y ampliar circulación de contenido editorial .
Daniel Meza es periodista peruano, editor jefe de N+1 para América Latina y España, escribe artículos sobre comportamiento humano, salud, cambio climático, historia, futurismo. Tiene una maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad de Nottingham, en Reino Unido. Es profesor de la Universidad Científica del Sur en Lima, Perú y ha dado conferencias en universidades de Colombia y Perú. Representó a Perú en la Conferencia Mundial de Periodismo Científico 2019 en Lausana, Suiza. Es becario del International Center For Journalism 2019 (ICFJ) y actualmente realiza una pasantía en Los Ángeles Times, EE.UU.. Es co-fundador de la Asociación de Periodistas y Comunicadores de Ciencia de Perú (APCiencia), y miembro de la International Science Writers Association (ISWA) y de la Asociación de Periodistas Científicos de Colombia (ACPC).