por Catalina Navas
Se proyecta que, de mantenerse las actuales variables climáticas, los páramos colombianos habrán desaparecido para 2040. ¿Cómo sería, -cómo será- el territorio sin frailejones, sin musgo, sin ballenas o sin nieve? ¿Cómo experimentarán los habitantes del futuro la nostalgia de los ecosistemas perdidos?
Sabemos que el planeta se calienta, los hielos se derriten y cada vez quedan menos ecosistemas que no han sido intervenidos por los humanos. En Colombia, los páramos están en riesgo, la acidificación de las aguas blanquea las barreras de coral y la infraestructura minera y portuaria amenaza los ecosistemas frágiles del manglar.
Estas son viñetas desde un futuro donde nadie recuerda el tacto de la nieve, no hay agua dulce a disposición y en los mares se oye sobre todo el bramido de los motores de los barcos de carga.
Acompaña cada viñeta de un futuro sin hielo, sin ballenas, sin musgo humedecido, dos referencias artísticas o científicas sobre el ecosistema en riesgo.
Así, la imaginación nos muestra un futuro sin agua, o con unas condiciones muy distintas a las que conocemos hoy, y la ciencia y el arte nos indican los caminos que debemos imaginar para no encontrarnos batallando en ese futuro temido.
Un mundo sin hielo
Existieron, en el pasado, gentes del frío, grupos humanos que se organizaron alrededor del hielo, la nieve y los campos congelados.
Uno de estos grupos, los sami, vivían en el círculo polar ártico y no concebían sus rutinas sin los renos polares que criaban. La tierra de los sami, Sapmi, fue tierra congelada que obligaba a sus habitantes a abrigarse con pieles de reno y a construir refugios aislados de la lluvia, la nieve y el viento.
Los sami eran expertos en saber, a ojo, qué animales resistían mejor las enfermedades, cuáles eran más fuertes y rápidos. La gente sami se enorgullecía de leer en el pelaje y en las patas de los renos la resistencia para hacer viajes de muchos kilómetros sobre la nieve.
La gente sami tenía la costumbre de pasar varios días a la intemperie, una habilidad que hemos perdido. Se iban con sus renos cargados, con sus trineos equipados y construían un tipi con hoguera adentro. Hacían trampas para animales salvajes, recogían madera para calentar sus casas, se sentaban a mirar la nieve que miraban también sus animales. Durante muchas generaciones los sami se levantaron para ver el aire caliente de los ollares de sus renos opacar la atmósfera helada de las madrugadas árticas. Ahora los grupos sami se han disuelto y los renos están extintos.
A mediados del siglo XXI el planeta se calentó varios grados y los campos de hielo polar desaparecieron. Aunque los sami quisieron conservar sus renos, fue difícil conseguir el alimento que siempre habían tenido. Los renos se alimentaban originalmente de líquenes que encontraban debajo de la primera capa de hielo. Usaban sus pezuñas para raspar y excavar hasta que encontraban los valiosos líquenes congelados. Cuando el hielo se derritió, los líquenes de alimento desaparecieron y los sami tuvieron que comprar concentrado de ganado para alimentar a sus animales.
Las manadas de renos salvajes, las que no vivían junto a los sami y que eran dueñas de sí mismas y recorrían los territorios sin fronteras de lo que en el siglo pasado fueron Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia, desaparecieron.
Para mediados del siglo pasado, los renos polares eran curiosidades que se conservaban en algunos corrales donde antes hubo hielo. Puede verse también un ejemplar disecado en el museo de historia natural de Oslo.
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En esta corta pieza documental, una maestra sami enseña a la cámara sus modos de vida inseparables de los renos. Al hablar sobre las casas sami, la mujer discute un asunto central sobre sus tradiciones: no se puede pensar en la cultura occidental sin pensar en sus residuos. Si los sami han entretejido su vida a la existencia de los renos, nosotros hemos aunado la nuestra a la de residuos que no se descompondrán.
El cambio climático no es el único reto para los indígenas del Ártico. En un tiempo en el que el clima se ha hecho más cálido, sus territorios se han vuelto atractivos para compañías de extracción de materias primas vegetales y minerales. Los sami piden autonomía para decidir sobre su tierra y sobre la expedición de licencias extractivas. Este artículo es una mirada a las búsquedas políticas de los sami.
Recientemente, el Gobierno de Estados Unidos se manifestó a favor de la exploración petrolífera en el Ártico. En este artículo, El World Wide Fund for Nature alerta sobre los ecosistemas y las criaturas que estarían en peligro si se diera carta blanca a la exploración.
Un mundo sin el sonido de los cantos de las ballenas macho
El Golfo de Tribugá queda en la costa Pacífica colombiana y hasta hace unos pocos de cientos de años la selva espesa oscurecía todo junto a la playa, la selva que ya no está hoy. A pocos metros de la rompiente de las olas, el suelo marino profundo.
El suelo marino en el golfo conserva todavía hoy una particularidad que atrajo durante el siglo XX a empresarios y ballenas por igual: alcanza, a muy pocos metros de la costa, una gran profundidad.
Las ballenas jorobadas eran una especie tranquila y curiosa que necesitaba de las aguas cálidas y profundas del Pacífico para aparearse, parir y enseñarle a nadar a sus crías. Las ballenas que se veían en el golfo, las jorobadas, eran grandes como un bus escolar y les gustaba saltar y hacer danzas con sus aletas para mostrarle a su futura pareja que eran hábiles al nadar, que sus aletas hábiles podían recorrer miles de kilómetros en las aguas heladas de la Antártica y las cálidas corrientes de la línea ecuatorial.
Eran las ballenas macho las que cantaban. Se pensó que los machos lo hacían para atraer a las hembras, en una combinación de baile y canto que no se encontró en ninguna otra especie animal, pero se concluyó que las ballenas cantaban sin razón. No eran las ballenas con canciones más sofisticadas las que se apareaban más ni las canciones servían para comunicar algún tipo de información. Las ballenas cantaban, parecía, porque querían cantar. No había otra explicación.
Después de la construcción del puerto, las ballenas vinieron cada vez menos. Las aguas profundas del golfo eran muy útiles para que los barcos de carga atracaran sin problema. Aunque los barcos apagaban sus motores al entrar al golfo para que el ruido no asustara a los animales, las frecuentes colisiones y accidentes acabaron por expulsar a las ballenas del golfo y la costa Pacífica.
El puerto sirvió para exportar materias primas extraídas de la región –maderas, metales, incluso ganado vivo criado en los potreros que se abrieron en la zona– que viajaron a China, principal comprador de los productos que zarpaban del puerto.
Cuando las ballenas dejaron de aparecer, ya no hubo necesidad de apagar los motores de los barcos ni de disminuir la velocidad al entrar a la bahía. Las aguas atravesadas antaño por las ondas sonoras de los cantos de las ballenas se llenaron del sonido de los motores poderosos que abrieron la región al comercio internacional.
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En este Clip del documental Expedición Tribugá, intuimos el delicado equilibrio ecológico que está en riesgo por la construcción del puerto y oímos a Fausto Moreno, habitante de Coquí, hablar sobre su comprensión de la calidad de vida en el Golfo de Tribugá.
Este artículo presenta las teorías aceptadas actualmente sobre el por qué del canto de las ballenas y su complejidad. También indaga sobre las posibles razones detrás de los cambios del canto a través del tiempo.
Un mundo en el que solo queda un páramo
El último páramo de Colombia es una zona protegida a la que no se permite el ingreso de visitantes o turistas. La zona de protección queda en el departamento de Boyacá, al sur del distrito minero a cielo abierto.
La zona de protección es entonces el último ecosistema de páramo que queda en Colombia y las comunidades que viven junto a él han hecho esfuerzos por protegerlo, aunque ya no puedan ir o verlo.
Los páramos fueron ecosistemas que existieron en Colombia por encima de los 3000 metros de altura, abajo del borde de nieve, arriba de los bosques andinos. En los páramos abundaban los frailejones, el musgo y líquenes, organismos que estaban cubiertos de una cierta pelusa o filamentos minúsculos que atrapaban la niebla y la convertían en gotas de agua.
El viento llevaba la niebla al páramo y los musgos y los líquenes conducían las nuevas gotas de agua al suelo donde corrían empujadas por la gravedad y la geografía a las lagunas, las quebradas y los nacederos que más abajo se convertían en ríos y finalmente en el mar.
Las lagunas eran cuerpos de agua sagrados para los antiguos pobladores. Se sabe que iban hasta la superficie de sus aguas –lisas como un espejo, perturbadas únicamente por las corrientes de viento o las alas ocasionales de una bandada de golondrinas– con ofrendas de oro que ponían sobre la orilla para que el agua las tomara cuando fuera el momento.
Las ofrendas, representaciones de personas y animales, estaban hechas de oro extraído de minas auríferas. Los pobladores removían el suelo con barras de madera y luego dejaban la tierra suelta para que los aguaceros la lavaran y dejaran al descubierto las pepitas que luego fundían para hacer las ofrendas.
En la zona protegida del páramo existe todavía un valle de lupinos, una planta de poca altura y flores violeta que está recubierta, como casi todos los seres del páramo, de pelusa suave. La gente de la región los llama velón de páramo. El suelo donde crecen los lupinos es suave y delicado, una pisada humana dejaría una huella que se demoraría varios meses en recuperarse. El valle de lupinos es un río lento, un río florecido de violeta con lecho de musgo. Más abajo, los hilos de agua tributan a una laguna que parece inmóvil.
En el páramo de Ocetá se conservan los últimos ejemplares de la especie de frailejón Espeletia grandiflora, un arbusto cubierto de pelusa y flores amarillas que recibió ese nombre porque cuando los colonizadores europeos recorrieron las montañas emparamadas creyeron ver entre los arbustos y el chusque las siluetas de frailes altos, gordos e inmóviles que los esperaban entre la niebla.
El páramo de Ocetá sin visitantes es un templo cerrado, una iglesia silenciosa a cielo abierto, poblada de frailes y velones que llevan más de un siglo sin ver a un ser humano.
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Entrevista con Jeisson Castillo, artista que reflexiona sobre la relación entre las aguas de la selva, los ríos caudalosos, y el agua del páramo. Castillo usa las monedas colombianas como símbolo de la política extractiva minera que pone en riesgo los ecosistemas de páramo.
Informe de la Universidad Nacional de Colombia que alerta sobre la presión del cambio climático sobre los páramos. Se estima, según este modelo, que de mantener las condiciones actuales, los páramos habrán desaparecido para el año 2040.
En estas dos canciones La Muchacha canta a la defensa del páramo, los ríos y el agua. Los ríos es una canción sobre sobre la relación entre el cuidado de la loma, del monte y la disponibilidad del agua dulce para la gente.
CantoPáramo impugna la política extractiva en las zonas del páramo. Es también una oda al frailejón, a los lupinos y a la niebla que emparama la cara de los caminantes.
Catalina Navas es escritora y profesora. Su primera novela, Correr la tierra (Seix Barral, 2020), es un relato sobre la muerte del padre.
Ilustra cucharitadepalo
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