No pronunciar el nombre de la enfermedad. COVID-19 y VIH, nombres y metáforas con los que nos hemos acercado al temor de contagiarnos.
Por Catalina Navas
Los nombres que les damos a los virus y a las enfermedades que causan tejen un espacio de miedo, vergüenza, a veces también, de posibilidad.
El confinamiento me encontró corrigiendo mi segunda novela, un relato familiar sobre el hermano de mi madre fallecido en mayo de 1992. Corrijo, busco muletillas sintácticas, vuelvo a escribir diálogos y elimino espacios dobles.
Tengo ante mí parte del archivo personal que mi familia recopiló durante los años que mi tío vivió en Estados Unidos: cartas, fotos y postales. El hermano de mi mamá posa frente a la cámara, sonríe, achica los ojos porque el sol le da de frente. En la parte de atrás de cada foto hay una descripción de la imagen: qué había pasado antes, por qué usaba esa ropa, qué haría después. El archivo es un Instagram análogo de los años setenta y ochenta. El hermano de mi madre buscaba los mejores ángulos, la luz que lo hacía ver más guapo, se ajustaba las camisas para que salieran perfectas en la imagen que nosotros sacábamos de los sobres marcados con los sellos del correo aéreo.
Qué artefacto raro es una fotografía: la imagen viaja hacia el futuro, a un tiempo que no transcurre y en el que no hay otro deterioro más que el del papel, un tiempo que no admite la enfermedad o la muerte. El observador viaja en sentido contrario, al pasado, a un tiempo que tiene tanta existencia como el momento en que la imagen fue capturada, tanto peso de realidad como el momento en el que el lector lee esto. En la mitad de esa autopista del tiempo que va paralela a nosotros se encuentran imagen y observador. La fotografía constata que la linealidad del tiempo no existe. La foto expande a quien la toca: al que aprieta el obturador y a quien tiene la imagen revelada e impresa. Veo al hermano de mi mamá y voy hacia su interior. Él abandona su cuerpo muerto y revive frente a mí: una resurrección en la imagen revelada.
Cuando hicimos las paces con el hecho de que el virus no se iba a quedar en Asia, empezaron a aparecer las fotos de la última pandemia: las imágenes de la gripa española a principios del siglo pasado. Vimos cadáveres alienados en las calles, hospitales atestados, gente en blanco y negro usando tapabocas de hace cien años. Vimos señoras mexicanas cubriéndose la cara con pantallas transparentes y puntiagudas.
Pienso entonces en una epidemia más reciente, una que a mi familia le costó nombrar y cuyas fotos no se han visto mucho estos días en los periódicos que ilustran “las otras pandemias”.
En 1982 apareció en el New York Times un artículo que alertaba sobre una nueva enfermedad que parecía atacar principalmente a los hombres homosexuales, a los hemofílicos y a los usuarios de drogas. El artículo bautizaba la enfermedad como GRID o Gay-related immune deficiency.
La enfermedad que todavía no quiero nombrar aquí ––tal vez estoy cumpliendo algún designio familiar, un mandato tácito–– se llamó también gay cancer o gay pnenoumia. El artículo aventuraba la posibilidad de que la nueva enfermedad fuera consecuencia del uso repetido de drogas de nitrito, un compuesto que se había usado como tratamiento contra la angina pero que para ese momento era una droga recreativa entre quienes reportaban síntomas de la nueva enfermedad.
El artículo de 1982 cierra con una afirmación que resultó cierta: el virus, la enfermedad que puede causar, no se va a ir a ningún lado. No se fue. Aquí sigue y modificó completamente la forma como tenemos sexo.
Pienso en nuestro virus reciente y agradezco que no haya sido bautizado en código moral de castigo, que su nombre no signifique, como el nombre de otros virus, vergüenza y oprobio.
Cuando las personas empezaron a contagiarse del virus de fin de siglo reclamaron que no se les llamara pacientes o víctimas. La palabra pacientes, decían, les quitaba capacidad de acción frente al virus; víctimas los condenaba prematuramente a un mal final. Los activistas que buscaban un ritmo más acelerado en la investigación médica acuñaron el término “personas que viven con VIH”, una respuesta al “víctimas inocentes del virus” que se usaba para referirse a quienes sin ser homosexuales o usuarios de drogas se contagiaban. Uno de los frentes del activismo de la enfermedad consistió en establecer un campo nominal justo, un terreno en el que lo que se nombra no estuviera cargado de castigo, o merecimiento de la enfermedad. Los activistas sabían que la lucha por sus derechos se daba en las calles, frente a los edificios de las farmacéuticas y también en en el campo de la representación.
En estos días oímos llamar mártires a los médicos y a los enfermos de COVID-19. Usamos el sustantivo con facilidad sin detenernos en la complejidad que lo acompaña: la imagen del que entrega su vida al servicio de un bien mayor, de la santa que pierde su cuerpo pero gana el cielo. En el relato del martirio, la vida y el dolor corporal se entregan a cambio de un bien colectivo más importante que la vida de un solo individuo. ¿Es justa esa entrega? ¿Estamos conformes con incluirlos en el altar del dolor y el martirio? ¿Los llamaremos mártires, víctimas, pacientes?
*
Veo las últimas fotos de mi tío y leo algo parecido al deterioro, veo cómo la ropa le va quedando grande en los hombros, veo que palidece en la fotografía, y sin embargo todavía está vivo frente a mí sonriendo.
Esas son nuestras fotos del virus, de lo que no quisimos nombrar. Hace unos años pensaba que mi familia no decía el nombre de la enfermedad por vergüenza, por pena, por miedo a que otros reconocieran en nosotros un signo que los haría menospreciarnos.
Ahora entiendo que no pronunciar el nombre del virus y de la enfermedad que produce era negarse a asociar a uno de los nuestros a las cargas simbólicas de esas palabras. No quisimos, en los noventa, en plena pandemia, acogernos a un relato de castigo de la naturaleza. Nos pareció cruel y sobre todo, inexacto.
Ahora que corrijo la novela, ese otro dispositivo extraño que me acerca a la vida del hermano de mi madre, entiendo la importancia de no asociar nuestras membranas a los sentidos del martirio, de no recubrir a las víctimas de ningún mérito, de no divinizar el sufrimiento individual.
La muerte de los trabajadores de la salud, de los presos hacinados en las cárceles, de los niños que tengan que ir al colegio porque sus hogares son inseguros, de quienes no puedan quedarse en casa porque trabajan en la calle, esas muertes no ocurrirán en el altar propiciatorio de ninguna divinidad, no significarán nada más que el truncamiento de la posibilidad de la vida.
Catalina Navas es escritora y profesora. Su primera novela, Correr la tierra (Seix Barral, 2020), es un relato sobre la muerte del padre.
Ilustra PowerPaola
Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de MinCiencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo de saberes para construir un mejor país.