por Andrés Carvajal
Funcionarios y empresarios venden la meritocracia como un ideal, como el queso con bocadillo de la organización socioeconómica. Al ponerla así tan deseable uno ya la ve muy superior a la democracia, porque esa palabra empieza por “demo”, y “demo” significa pueblo en griego y el pueblo… ya saben, el pueblo tiene sus problemas, sus protestas con bloqueos, sus olores… En cambio el mérito… El mérito es pura gente de bien, echaos pa lante como Bill Gates que llegaron a la cima no por ser parte de una rancia aristocracia, o por tener influencias o ser herederos sino por su incansable esfuerzo, creatividad y talento. Ya vimos que la democracia raya las paredes, es un lastre para el progreso y que en los aguaceros los buses se llenan de democracia mojada que huele a lo que huele. Hay que cambiar la democracia por la meritocracia, un sistema realmente justo donde todos pueden ser lo que quieran ser.
El único problema es que la meritocracia es una estafa. Según autores como Jo Littler y Richard V. Reeves, esta idealización de la meritocracia como un camino justo es falsa. Argumentan cómo el éxito individual es en gran medida producto de privilegios o el azar, o ambas cosas, porque muchas veces tener privilegios o no tenerlos es pura cuestión de suerte. Esto no significa que junto a los más mediocres, que son quienes suelen tener éxito, no haya otros con verdadero talento, pero incluso el talento muchas veces es resultado del ADN, es decir del azar de la herencia genética.
Malcolm Gladwell, en su libro Outliers, analiza historias de éxito excepcional, como las de los echaos pa lante Bill Gates y Steve Jobs. Y aunque sin su inteligencia y perseverancia no hubieran podido tener éxito, lo realmente determinante en estas historias fue el entorno en el que crecieron. Gladwell analiza cómo sus proyectos pudieron realizarse gracias a circunstancias fuera de lo común, como que el colegio privado de Bill, bautizado como William Henry Gates III, fuera uno de los primeros colegios del mundo que tuvo una computadora en su campus y que quedara tan cerca de su casa que Gates pudiera volarse por las noches para ir a practicar programación. O como el ambiente de innovación y colaboración único de la California de Steve Jobs, quien a sus doce años de edad llamó a Bill Hewlett (el magnate fundador de Hewlett-Packard) para contarle que necesitaba unas piezas para un aparato que estaba intentando armar y el señor Hewlett le contestó, habló largo y tendido con él, le mandó las piezas y lo invitó a pasar las vacaciones en su empresa para que conociera. El entorno social y cultural es más determinante que el talento. Pongan a Bill Gates a nacer en Cúcuta y a estudiar en un colegio público y para el año 2019, gracias a su talento, hubiera alcanzado el éxito como ingeniero de sistemas. Como el Gates de Seattle, el Gates de Cúcuta también triunfaría de la mano de Microsoft, convirtiéndose en instalador oficial de paquetes de Office en los clones de la gobernación de Norte de Santander.
A la manera de Herbalife o las pirámides, mucha gente se ha convencido de que quiere vivir en la estafa de la meritocracia. Además, juran que ya vivimos en un mundo meritocrático. Según la encuesta British Social Attitudes de 2009, el 84 por ciento de los encuestados respondieron que actualmente el trabajo duro es esencial o muy importante para salir adelante, una encuesta similar en Estados Unidos en 2016 del Brookings Institute encontró que el 69 por ciento de los estadounidenses cree que la gente suele ser recompensada por su inteligencia y habilidad. En ambas encuestas, reseñadas por Clifton Mark en un artículo de Aeon, la gente respondió mayoritariamente que factores externos como la suerte o ser de una familia rica son mucho menos importantes.
Miremos la meritocracia través de un telescopio, o para verla mejor y de manera nerd, como nos gusta acá, mirémosla a través del Event Horizon Telescope, un proyecto que une a ocho radiotelescopios del mundo. Miremos hacia el pasado y enfoquemos por ejemplo un sistema de privilegios como el delfinazgo, que está de moda en Colombia desde la época de la Independencia. Los López, Lleras y Santos estaban en la cima por su apellido, y ya. Era un orden social llamado oligarquía, era injusto, todo el mundo lo sabía y no se podía hacer mucho, pero saberlo era una liberación para los de abajo. Ahora vivimos en una meritocracia donde todo el mundo puede alcanzar sus sueños y nunca olviden que “no dejes que nadie te diga que no puedes”. En esta meritocracia, los López, Lleras, Santos y otros delfines más nuevos del poder político y económico siguen como antes en las cumbres más altas de la sociedad, pero ya no por sus apellidos, ¡cómo se les ocurre! Sino porque lo merecen. Son personas como usted y como yo, solo que tienen más mérito porque han trabajado por la patria con tesón casi desde el mismo momento en que eran un cigoto de cetáceo. Es que a los que están abajo hay que quitarles hasta el alivio de pensar que el sistema podría ser un poquitito injusto. Lo lindo de la meritocracia es que cualquiera que esté en el penthouse de la escala social puede olvidarse de su buena suerte, de la condición socioeconómica y cultural que les ayudó a estar ahí para asomarse desde las alturas, ver a los demás pequeñitos y decir “son pobres porque quieren”.
Existe un amplio cuerpo de investigaciones desde la neurociencia y la psicología cuyos datos apuntan a que cuando creemos en la meritocracia, ocurre un fenómeno que yo creía imposible: nos comportamos con los demás incluso peor de lo habitual. Estos estudios sugieren que cuando creemos en la meritocracia somos más egoístas, discriminadores y tenemos menos autocrítica. Clifton Mark también reseña en su artículo algunas de estas investigaciones. En un estudio de la universidad Normal de Pekín hicieron que un grupo de participantes jugara un falso juego de habilidad. Aquellos que “ganaron” este falso juego, pues en realidad no habían ganado nada, luego mostraron más egoísmo en una actividad posterior que el grupo de los que no jugaron. Mark reseña también un estudio del académico Emilio Castilla del MIT y el sociólogo Stephen Benard de la Universidad de Indiana que analizaron intentos de implementar la meritocracia en compañías privadas. Descubrieron que en las compañías que se la jugaban por la meritocracia de manera explícita, jugaban al tiempo a la discriminación implícita. Los jefes en estas empresas solían darle mayores recompensas a sus trabajadores hombres que a las mujeres a pesar de que tuvieran el mismo puntaje en evaluaciones de desempeño. Mejor dicho, sé lo que quieras ser mientras seas hombre y le caigas bien al jefe.
El término meritocracia lo hizo famoso Michael Young en su libro futurista de 1958 “The Rise of Meritocracy”. En el libro, meritocracia es un sinónimo de abuso, un término satírico para mostrar una horrenda realidad distópica que podría ocurrir. Mientras tanto, los dueños del poder político y económico en Colombia y en el mundo usan la palabra de manera literal para promover, como testigos de Jehová, que la meritocracia entre en nuestros corazones. Llevan años empeñados en llevar a cabo la distopía de Young al pie de la letra y para el 2019 se ve que han avanzado mucho en su misión de acabar hasta con el nido de la perra, son gente meritoria, triunfadores. Su fórmula del éxito: nos venden la meritocracia como la solución para la inequidad, una manera de romper la exclusión basada en el privilegio, y mientras tanto usan la meritocracia para clavarnos políticas que incrementan la inequidad y acentúan aún más la exclusión. En palabras de Young: “Es sensato designar a personas individuales para trabajos por su mérito. Es lo opuesto cuando aquellos a quienes se les considera que tienen méritos de un tipo particular se perpetúan en una nueva clase social sin espacio para otros”. En un artículo reciente para The Guardian, Young dice que muchas cosas de las que predijo en su libro distópico ya se han cumplido, una muestra es cómo la educación, “con una increíble batería de certificados y títulos a su disposición” ha otorgado un sello de aprobación a una minoría y un sello de desaprobación a los muchos que no empiezan a brillar a los siete años de edad o incluso antes y que los relega a las capas inferiores de la sociedad.
Volvamos a nuestros telescopios. Esos ocho telescopios fueron capaces de fotografiar por primera vez en la historia a un hoyo negro en la galaxia M87. En los hoyos negros, la increíble densidad gravitacional curva tanto el espacio-tiempo que ni la luz puede escapar y el tiempo se detiene. En la foto de la meritocracia de nuestra galaxia veríamos a un grupo de personas que no pueden escapar del fondo, una sociedad detenida en la desigualdad. Si alguien se acerca a un agujero negro, al ser engullido puede ocurrirle que, siendo tanta la diferencia de la fuerza de gravedad entre sus pies y su cabeza, se estire como un espagueti. Mientras la sociedad se continúe acercando a la meritocracia, la brecha social no parará de estirarse y estirarse. La meritocracia es un hoyo negro, no permitamos que sigan empujando nuestra olorosa democracia hacia él.
Andrés Carvajal ha escrito sátiras para diversos medios y formatos, como la ponencia White Elephants Come First (en la conferencia sobre derechos humanos y educación de Colombian Academics en City University of New York - 2016). Ganador de la convocatoria New Media 2017 (Proimágenes, MinTic y Canada Media Fund) con Aprende con Muchotrópico, formato audiovisual de sátira. Cocreador y editor de la serie documental infantil Emoticones, finalista en los festivales Prix Jeunesse International 2018 y FAN Chile 2018.
Ilustraciones de @raeioul
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