Por Mario Murcia
Muchos de nosotros tuvimos amigos imaginarios cuando éramos niños, con los que hablábamos constantemente y decidíamos a qué jugar, qué comer, y hasta peleábamos con él para tomar alguna decisión. Con ayuda de nuestro amigo imaginario, soñábamos con volar, con ir al espacio, con viajar a las profundidades del mar, con ser cíborgs y derrotar a los malos, o incluso con tener tecnologías que nos permitieran hacer cosas fantásticas. Al crecer, gran parte de este ímpetu imaginario se desvanece y el amiguillo suele desaparecer, a menos que tengamos problemas mentales.
Al abandonar el amiguillo, continuamos nuestras conversaciones interiores que abarcan todos los aspectos posibles, nos preguntamos y nos respondemos sobre decisiones importantes: ¿será que la/lo llamo o no?, o mejor ¿nos hacemos los/las difíciles?; será que estudio esto, o tomo tal trabajo, o mejor me caso (la locura también nos puede acompañar). A esto, los psicólogos lo llaman nuestro “yo complementario”, con el cual, haciendo uso de la imaginación, la creatividad y el conocimiento derivado de las experiencias propias, se recrean situaciones en nuestras mentes donde se pueden controlar y predecir sucesos pasados, presentes y futuros, tanto los buenos como los malos. El yo complementario permite la reflexión y confrontación con nosotros mismos, para reforzar finalmente nuestra autoestima y el autoapoyo. El yo complementario es nuestro amiguillo imaginario de la adultez.
Teseracto (2013) creado por Bill Domonkos. Foto: Kravitt, Samuel
Esta metáfora que planteo de forma arriesgada y disparatada, nos sirve para entender mejor una relación aún más excéntrica entre la “ciencia académica”, la que produce conocimiento y tecnologías, y la ciencia ficción, la que parece pertenecer al mundo de lo imaginario, o de la fantasía, y que algunos solo conocen en las películas o series de televisión o confunden con los comics y todas sus derivaciones cinematográficas. Pues resulta que la ciencia ficción ha logrado sobrepasar los límites de la imaginación, hasta convertirse en una especie de profeta de la “ciencia académica”, la cual llamaremos así solo para efectos de diferenciación.
La ciencia ficción, según la Real Academia Española se define como un “género literario o cinematográfico, cuyo contenido se basa en logros científicos y tecnológicos imaginarios. Acá está la clave de todo: mucho de lo escrito y realizado en este género proviene y retroalimenta a la ciencia académica. Aunque la definición no lo deje ver claramente, se establecen diálogos permanentes entre los campos comunes a estas dos ciencias, que son la imaginación, la creatividad y el conocimiento. Estos campos potencian a estos dos mundos aparentemente opuestos. De esta manera, y en mi opinión, la ciencia ficción se ha convertido en el “yo complementario” de la ciencia académica, es decir, en su mejor amigo imaginario o amiguillo.
Cuando pensamos en ciencia (académica o ficción), nos imaginamos a un poco de ñoños y nerdos cuatro ojos, aburridos y medio atolondrados que se la pasan estudiando, que tienen muchos datos en sus cabezas y solo piensan en sus conocimientos, embebidos en su propio mundo, y va uno a ver y sí, algunos somos así, con matices menos exagerados y a veces más libertinos de lo que muchos creen. Pero siempre pasamos por alto en la ecuación del científico, del nerd, a la imaginación, facultad inherente a los humanos, sin la cual no se podrían formar nuevas ideas, nuevos proyectos o soñar nuevos mundos. Complementaria a la imaginación está la creatividad, esa facultad de encontrar los caminos para llevar a cabo lo imaginado. Estos dos son el combustible que alimenta el fuego de la innovación, que puede estar presente en una simple charla, en un chiste, en la práctica de una profesión, en la producción de conocimiento y desarrollos tecnológicos enmarcados en la ciencia académica y en la producción de escritos o piezas cinematográficas enmarcadas la ciencia ficción. Ambas ciencias requieren de toneladas de este combustible para poder funcionar.
Barbería francesa en el año 2000. Ilustración a principios del siglo XX. Wikicommons
Julio Verne, tal vez uno de los escritores de ciencia ficción más visionarios de la historia, tenía como lema "todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad", frase que en gran medida se hizo realidad con sus propias obras escritas. En su libro Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) describió el Nautilus, una nave que podía viajar a las profundidades marinas y que posteriormente inspiró la creación del submarino (1888) por Isaac Peral. También en sus libros De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870), inspiró los viajes a la Luna, que se hicieron realidad 100 años después. En este caso, la ciencia ficción, desde la imaginación, impulsó a la ciencia académica a crear realidades antes solo soñadas en las novelas.
La ciencia ficción, a su vez, se nutre de los conocimientos científicos y de expertos en diferentes temáticas para crear relatos que retroalimentan o influyen en la producción de ciencia y tecnologías reales. Por ejemplo, Isaac Asimov era doctor en química y fue profesor universitario, realizó escritos sobre matemática, química y astronomía, pero fue famoso por sus escritos de ciencia ficción, como Yo, Robot, donde vaticinó que los robots apoyarían en las labores domésticas a los humanos cerca del año 2014. También Arthur C. Clarke, pionero en el área de la astronáutica, fue el primero en proponer el uso de satélites geoestacionarios como nodos de comunicaciones, los cuales imaginó de manera más precisa en su novela 2001: Una odisea en el espacio (1968), y que fueron realidad 15 años después. Es tan fructífera la relación entre ciencia académica y ciencia ficción en la actualidad, que un estudio coordinado por ñoños de la Universidad de Hawai (profesor Philipp Jordan), muestra que los investigadores desde 2013 usan cada vez más el término ciencia ficción y se inspiran en ella para sus publicaciones académicas.
Las dos ciencias comparten un ciclo virtuoso que se guía por los pasos de preguntar, imaginar, ser creativos, tomar datos disponibles, analizarlos y poner las respuestas en una perspectiva que genera dos caminos. Uno, el de la ciencia ficción, donde se plasma lo analizado en un formato literario o cinematográfico y que, si cuenta con una imaginación profundamente lógica, aunque parezca exagerada para su época, logra predecir acontecimientos futuros de la vida real. El segundo camino, el de la ciencia académica, toma los datos, las observaciones y los analiza, introduciéndolos en un método científico, donde se realizan experimentos que buscan corroborar o refutar las hipótesis (imaginadas con datos), que finalmente desembocan en la producción de conocimiento y desarrollos tecnológicos. Bajo este segundo camino, Einstein formuló la teoría de la relatividad, aunque careció de experimentos certeros hasta mucho tiempo después, al igual que Stephen Hawking con sus teorías del espacio-tiempo, el big bang y la radiación de los agujeros negros, uno de cuyos ejemplares pudo ser fotografiado hace unas pocas semanas.
Apelando a la pregunta que gobierna a la ciencia ficción y a la ciencia académica, la de qué pasaría si…, actualmente es difícil dar un ganador en una hipotética carrera entre las dos, ya que podría decirse que son dos realidades paralelas que se desarrollan cada una a su ritmo, unidas por el túnel de la imaginación, o como yo lo veo, la una es el “yo complementario”. Ambas son muy valiosas para la construcción de la sociedad en cada uno de los caminos que toman.
Lo más curioso de todo esto, es que bajo esa pregunta de qué pasaría si..., hoy en día se explora desde la Universidad del Valle el concepto de la ciencia ficción política, que opera como una forma de identificar alternativas de construcción de la realidad en la sociedad, y vaya que de estas sí que necesitamos en Colombia, porque como lo expresó el mismo Isaac Asimov: “El aspecto más triste de la vida actual es que la ciencia gana en conocimiento más rápidamente que la sociedad en sabiduría”.
*Lectura relacionada recomendada:Sánchez Jaramillo, C. A., & Molina Valencia, N. (2017). Ciencia ficción política y construccionismo.
Mario Murcia es biólogo y Mágister en Gerencia y Prácticas del Desarrollo. Es investigador en Sistemas Socioecológicos y Desarrollo Sotenible. Mario se aferra a su gran pasíón: la fotografía biocultural. Además, se desempeña como Líder del programa ColombiaBio de Colciencias. @mario.biocultural.pics
Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo de saberes para construir un mejor país.