Por Ana María Mesa
Cuando leí El Hambre, de Martín Caparrós, unos datos que él da allí me dejaron muy impresionada porque nunca había considerado cómo la tecnología mejoró nuestra capacidad para producir comida.
Dice Caparrós: “En el Imperio Romano una hectárea producía 300 kilos de cereal y un campesino podía trabajar en promedio tres hectáreas: cada campesino producía casi una tonelada de grano. En la Edad Media europea una hectárea producía 600 kilos de cereal y cada campesino podía trabajar una media de cuatro hectáreas: producía dos toneladas y media de grano. En la Inglaterra en el siglo XVIII cada hectárea producía una tonelada de grano y cada campesino podía trabajar en promedio cinco hectáreas: producía cinco toneladas. En Estados Unidos a mediados del siglo XX una hectárea producía dos toneladas de grano y cada campesino podía trabajar en promedio unas 25: producía 50 toneladas. En Estados Unidos a principios del siglo XXI una hectárea mejorada e irrigada produce diez toneladas de grano y cada campesino puede trabajar en promedio unas 200: produce 2.000 toneladas”.
Impresionante. Nuestra capacidad para llevar agua a los cultivos, el desarrollo de abonos, el conocimiento de las tierras más aptas para sembrar, la manera de hacerlo, los avances en genética, multiplicaron por 2.000 nuestra capacidad para producir comida. Sin embargo, Caparrós continúa.
“En el Sahel a principios del siglo XXI una hectárea produce unos 700 kilos de grano y cada campesino trabaja en promedio una hectárea: produce 700 kilos. Un poco menos que un campesino del Imperio Romano de hace dos mil años: dos mil veces menos que un granjero americano actual”.
Si tenemos el conocimiento, si hemos desarrollado la tecnología que nos permite irrigar los campos, llevar agua hasta cualquier parte, multiplicar por 2.000 la capacidad de la tierra para producir alimento, ¿por qué hay gente que se muere de hambre?
Esta pregunta me la hago desde hace muchos años. Me la hago porque además vivo en un país tropical donde los árboles sembrados en los separadores de las avenidas por donde pasan carros que los llenan de smog dan mangos a dos manos sin que nadie los cuide.
Leer este libro validó la respuesta que yo imaginaba: se ha tratado de un problema de voluntad política. La política es distinta a las teorías económicas que intentan justificar el que algunas economías sean tan débiles que, como consecuencia, muera gente de hambre. No es un problema del sistema económico, pues la política es la que ordena las prioridades e ignora los cálculos matemáticos que justifican la iniquidad y toma decisiones para evitar la desnutrición crónica o las hambrunas.
Algunos dirán que en Guajira y Chocó muere gente de hambre porque esas personas, además de pobres, no quieren trabajar. Porque son pobres mentalmente, porque son vagos, porque quieren, porque no saben ahorrar, no saben guardar comida para los momentos más duros, quién los manda. Y aunque todo eso fuera verdad, no comprendo cómo el resto de nosotros nos quedamos impávidos viendo gente morir de hambre, o cómo esas justificaciones teóricas nos tranquilizan la conciencia. Nadie debería morir de hambre en un planeta que no solamente ya produce comida suficiente para todos, como también lo dice Caparrós, sino que además conoce la tecnología para producir comida donde hace falta.
A veces parece que la gente se muere de hambre por allá, lejos. El mundo es un lugar donde pasan cosas horribles, pero, por fortuna, ninguna en nuestro barrio, o a nuestro vecino. Las cifras de desnutrición crónica de Manizales Cómo Vamos son las siguientes: 14% en 2013, 11% en 2014, 11,3% en 2015, 11,3% en 2016 y 9% en 2018. Todavía falta un punto porcentual para cumplir la meta propuesta por los Objetivos del Milenio que propone 8% y que debía cumplirse en 2015.
Ocho por ciento nos deja tranquilos. En el trópico. A la vista de todos. Ir perdiendo peso y masa muscular, el pelo, la calidad de las uñas, las uñas; perder el ánimo, la energía, la capacidad de buscar la solución a ese padecimiento. Irse consumiendo, saber que el cuerpo, en un esfuerzo por sobrevivir, se come a sí mismo, y luego pierde incluso el deseo de comer, mientras devora el cerebro. Dejar de razonar, de entender, de comprender por qué te quedas solo con el dolor y el sufrimiento, antes de morir de hambre.
¿Por qué se muere una sola persona de hambre? Porque alguien lo encuentra justificable. Por eso hay que tener cuidado con los expertos en explicar la pobreza, la iniquidad, la muerte. Parece que solo quieren entregar estadísticas sobre lo que pasa, pero no les interesa que se arregle.
Ana María Mesa es periodista. Columnista en La Patria de Manizales. Y realizadora en Radio Nacional de Colombia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país. Fotografías de uso libre.
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