Así funciona la industria farmacéutica en Colombia
Por Laila Abu Shihab
Omeprazol por 20 miligramos: caja de 30 cápsulas a 2.500 pesos (Lafrancol, a través de su línea American Generics), caja de 10 cápsulas a 9.500 pesos (Genfar) y caja de 15 cápsulas a 131.000 pesos (Bussié). Los tres laboratorios son colombianos.
Ciprofloxacina por 500 miligramos: caja de 6 tabletas a 4.500 pesos (Tecnoquímicas, a través de su sello MK), caja de 10 tabletas a 32.000 pesos (Lafrancol), caja de 10 tabletas a 107.000 pesos (Bussié) y caja de 8 tabletas a 150.000 pesos (Bayer).
Las diferencias de precio de esos medicamentos en varias droguerías de Bogotá, según la farmacéutica que los produce, plantean varias preguntas. Cada pastilla de omeprazol o ciprofloxacina es igual a la de la competencia. Todas contienen la misma molécula y el mismo principio activo. Todas tienen el debido registro sanitario del Invima, lo que certifica que son seguras y pasaron los controles necesarios para ser vendidas. ¿Cómo se explica entonces que esos laboratorios cobren precios tan distintos por el mismo producto?
La respuesta no es sencilla. Está llena de matices y sirve para entender mejor –o al menos para entender en parte– cómo funciona la industria farmacéutica en Colombia y en el mundo.
El mercado y las reglas del juego
En Colombia existen cerca de 90 laboratorios farmacéuticos, entre nacionales y extranjeros. 57 de ellos hacen parte de la Cámara de la Industria Farmacéutica de la ANDI y varios pertenecen al mismo tiempo a alguno de otros dos gremios: la Asociación de Laboratorios Farmacéuticos de Investigación y Desarrollo (Afidro), que reúne a 23 grandes multinacionales, y la Asociación de Industrias Farmaceuticas (Asinfar), a la que están afiliados 26 laboratorios colombianos.
Las ventas de la industria farmacéutica en Colombia se dividen en dos grupos: las institucionales (los medicamentos que compra el sistema de salud y que luego las EPS le entregan a cada ciudadano) y las comerciales (lo que pagamos de nuestro bolsillo cuando vamos a una farmacia, sin importar si el medicamento fue prescrito o no por un especialista). Se calcula que anualmente el negocio mueve unos 9,5 billones de pesos en Colombia, de los cuales casi 70% son ventas institucionales y 30% son comerciales.
Según el ministro de salud Alejandro Gaviria, por la naturaleza del sistema (de aseguramiento y cobertura universal), en Colombia “el gasto de bolsillo es sustancialmente menor que en casi el resto de los países de América Latina”. Y eso no lo valoramos mucho los colombianos, dice Gaviria.
“Nosotros somos un país especial porque combinamos un mercado institucional muy fuerte, lo que no pasa en Ecuador, Perú o Bolivia, que tienen sistemas de salud débiles, y el hecho de que tengamos tan buena cobertura es aprovechado por la industria farmacéutica en Colombia, pero también tenemos un mercado comercial o privado que crece rápidamente”, explica Claudia Vaca, directora del Centro de Pensamiento en Medicamentos, Información y Poder de la Universidad Nacional.
Eso se debe, según ella, a algo que no funciona como debería: “Muchos usan la EPS porque no tienen la plata para pagar una consulta particular, pero cuando reciben la fórmula médica y ven la fila para recibir un medicamento se van y, si pueden, lo compran de su bolsillo”.
Al analizar las cifras de la industria hay que tener en cuenta otra división, entre los medicamentos prescritos y los de venta libre (también conocidos como OTC). En Colombia está prohibida la publicidad de los primeros, razón por la que vemos comerciales de televisión de acetaminofén o ibuprofeno, pero no de medicamentos para el cáncer o la hepatitis.
Esto es importante porque el grueso de las ventas de la industria farmacéutica en Colombia son institucionales y de medicamentos por prescripción. Y aunque en las institucionales se incluyen los medicamentos sencillos y genéricos, que el sistema de salud provee a EPS e IPS (hospitales y clínicas) para tratar males como el dolor de cabeza, existe una correlación directa entre ventas institucionales, grandes laboratorios internacionales y medicamentos de alta complejidad y alto costo que, por ende, deben ser formulados por un especialista.
La industria multinacional farmacéutica –autodenominada de investigación y desarrollo– asegura que vive del alto costo de sus fármacos patentados para financiar nuevas investigaciones que tardan años y pasan por cuatro fases de estudios clínicos. La patente es una especie de sello que cada país le otorga a un medicamento o dispositivo médico, para que la empresa que lo desarrolló lo comercialice de manera exclusiva por un tiempo determinado (suelen ser 20 años).
“Hay que admitirlo sin pena, las patentes son una excepción al principio de la libre competencia, pero son la excepción que el mundo ha aceptado y están respaldadas por tratados internacionales para que las empresas puedan recuperar la inversión que hicieron para innovar”, explica Gustavo Morales, presidente de Afidro. “Las patentes generan sobrevalor, es cierto, pero ese sobrevalor es el que permite que 5 años después haya, por ejemplo, nuevos medicamentos contra el cáncer o contra la artritis”, concluye.
¿Tanta innovación como antes?
El presidente de Afidro sostiene que, después de la industria militar, la farmacéutica es la que más invierte en el mundo en investigación y desarrollo. Pero la mayoría de expertos en el tema no coinciden con esa afirmación.
De acuerdo con Morales, los laboratorios hacen inversiones de miles de millones de dólares para descubrir y producir nuevas moléculas que terminen en medicamentos vitales, y esa inversión sostiene un proceso muy largo que casi siempre resulta en fracaso para las farmacéuticas. “Se calcula que 8 de cada 10 investigaciones no conducen finalmente a un medicamento que entre al mercado y sea comercializado y por eso la industria debe recuperar la inversión de todas esas investigaciones solo con lo que se venda de 1 o 2 medicamentos”, asegura.
El problema es que nadie sabe con certeza cuánto dinero invierten los laboratorios en investigación y desarrollo en el mundo.
Para Carolina Gómez, directora de Medicamentos y Tecnologías en Salud del Ministerio de Salud, “en la teoría es obvio que la industria debe recuperar lo que invierte, pero en la práctica el problema está desbordado porque nadie sabe realmente cuánto vale investigar para desarrollar un nuevo medicamento y cuando uno se entera de las convenciones de empresas farmacéuticas en las que se llevan a los empleados a Estambul o a Roma, lo primero que piensa es que están ganando demasiado y no todo el dinero de las ventas es precisamente para compensar lo que gastan en investigaciones”.
En los últimos años se han dado a conocer tres estudios con cifras muy distintas al respecto. Existe uno del Tufts Center de la Escuela de Medicina de la Universidad Tufts, de Boston, que dice que investigar para producir un nuevo medicamento vale 2.500 millones de dólares. Hay otro del London School of Economics (LSE) que asegura que puede valer 43 millones de dólares. Y hay uno más, elaborado por la Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Olvidadas (DNDi, por sus siglas en inglés), que dice que cuesta entre 100 y 150 millones de euros. La DNDi es una organización independiente de activistas que trabajan por mejorar el acceso a los medicamentos en el mundo y de científicos que están tratando de innovar en el mercado farmacéutico con investigaciones sobre medicamentos para enfermedades que no suelen concentrar el interés de la industria, como leishmaniasis y malaria, pero también para algunas como la hepatitis C, que tiene el medicamento más caro de la historia.
“La industria investiga en cosas que pueden ser necesarias, pero no son las prioridades mundiales en términos de salud. No debería seguir gastando plata en tratamientos para la caída del pelo o la disfunción eréctil ni sacar más analgésicos nuevos, los que están ya sabemos que funcionan; más bien debería investigar en nuevos antibióticos no resistentes contra la tuberculosis o en tratamientos para combatir la enfermedad de Chagas, que afectan a países pobres y no al primer mundo”, recalca Claudia Vaca.
Los expertos coinciden en que la industria difícilmente reorientará su modelo de investigación, pues de hacerlo tendría que producir y vender medicamentos para mercados más pequeños que los que ahora son sus grandes clientes y eso le reportaría ganancias mucho menores.
Dios bendiga este negocio
Según Forbes, en el 2016 la industria farmacéutica obtuvo los mayores márgenes de ganancia en el mundo (cercanos al 30%), por encima de los bancos, la industria tecnológica, la automotriz y la del petróleo y el gas, entre otros sectores.
El otro problema es que muchas veces un medicamento producido por el laboratorio que lo creó mantiene un precio muy alto después de vencida la patente, cuando se supone que los precios deben bajar porque entran otros competidores al mercado. “La industria ya tiene un sistema global de premio a la innovación: las patentes. Eso les da 20 años de monopolio en los que pueden cobrar lo que quieran. Entonces, ¿quién explica por qué la aspirina, después de 150 años de estar en el mercado, sigue siendo la alternativa más cara y por qué Bayer sigue cobrando mucho por un producto al que se le venció la patente hace 130 años?”, se pregunta Tatiana Andia, investigadora que lleva años dedicada al tema y actual directora del Programa Salud Visible de la Universidad de Los Andes.
La respuesta está, en parte, en inteligentes estrategias de mercadeo y posicionamiento de marca que permiten repatentar fármacos ya conocidos, que no aportan nada nuevo pero tienen cambios mínimos, como un gel que recubre la cápsula, o vienen en nuevas presentaciones que mejoran la experiencia del paciente. Otro ejemplo es el de la famosa cafiaspirina (que hace exactamente lo mismo que la aspirina común y corriente pero es más cara) o el del viagra, que primero fue patentado como medicamento para problemas del corazón y luego fue repatentado en Estados Unidos como medicamento para la disfunción eréctil, cuando se descubrió que también servía para eso (en Colombia el viagra no fue repatentado porque aquí no existen las patentes de segundo uso).
También se da que algunos grandes laboratorios, que hace mucho no innovan, realmente viven de los éxitos de ventas de medicamentos que inventaron en los años 80 o 90 y están formulados para enfermedades crónicas, que hacen que el paciente deba tomar una pastilla de por vida. El lipitor, un fármaco de Pfizer para tratar el colesterol alto, que es una de las principales causas de infartos en el mundo, está en ese grupo.
“Antes de hablar de las prácticas de la industria para inducir la demanda, que tienen que ver con los visitadores médicos o financiar congresos y seminarios para especialistas, hay que hablar de cómo le saca todo el jugo posible a sus inversiones vendiendo medicamentos que no ofrecen mayores beneficios terapéuticos de los que ya existen, pero que vienen en formas farmacéuticas más interesantes y son comercializados a precios muy altos”, asegura Andia.
Según ella, “cerca del 70% u 80% de la innovación actual no sirve y hace rato que la industria no presenta avances o descubrimientos realmente novedosos”.
Y cuando las farmacéuticas pierden capacidad de innovación aparece otra de sus estrategias para no ceder terreno en el mercado: comprar pequeñas empresas de investigación y tecnología farmacéutica, para hacerse a nuevos productos. “En los últimos años la industria se ha desarrollado en el mundo con medicamentos que empezaron en laboratorios pequeñitos que luego fueron comprados por grandes multinacionales”, sostiene la directora del Programa Salud Visible.
Educación médica continuada: ¿inducción a la demanda?
Las expertas independientes y un exdirectivo de una multinacional farmacéutica en Colombia entrevistados para este artículo coinciden en que la estrategia más común y eficiente de la industria para impulsar las ventas es la llamada educación médica continuada, que consiste en financiar congresos y seminarios para médicos por especialidad, patología y producto. Muchas veces a esos eventos también asisten, por invitación de los laboratorios, droguistas, líderes de opinión y periodistas.
De las áreas encargadas de ese tema en las farmacéuticas salen también las invitaciones a médicos para que dicten charlas, que incluyen tiquetes, alojamiento y, a veces, pagos en efectivo.
“Hay médicos que creen ciegamente que el producto genérico es peor que el original y esa reputación se genera en buena medida a punta de educación médica continuada financiada por el laboratorio dueño del original”, afirma el exdirectivo de la multinacional, que pidió mantener el anonimato.
“Si el médico va a un evento académico para conocer avances en medicamentos y tratamientos, él verá qué prescribe y puede que no prescriba nada, pero de todas maneras será un mejor médico y por eso es necesaria la educación médica continuada –dice por su parte el presidente de Afidro–. Yo creo que los médicos prescriben el mejor medicamento para sus pacientes, pero si hay cuatro productos que hacen exactamente lo mismo pues seguramente ayuda el cariñito, el afecto por el laboratorio que te regaló la agenda. Ahí sí hay un problema y por eso estamos estableciendo unas reglas muy estrictas al respecto”, agrega.
Esa agenda de la que habla Morales es entregada, casi siempre, por los famosos visitadores médicos, ejércitos de empleados de los laboratorios que se paran durante horas afuera del consultorio de un médico para entregarle una muestra de un nuevo medicamento, un bolígrafo, una libreta, un folleto con información de actualización sobre un fármaco, la traducción y resumen de un artículo científico e incluso la invitación de la farmacéutica a un seminario o congreso.
Un médico con más de 30 años de experiencia que pidió no ser identificado, recuerda que una visitadora médica que se aparecía por su consultorio al menos una vez por semana le dijo un día que si prescribía un antibiótico específico para ser comprado en las droguerías cercanas, el laboratorio le consignaría un porcentaje por las ventas en su cuenta bancaria, luego de que la visitadora revisara las copias de las fórmulas que sacarían en las respectivas farmacias.
El problema, según Claudia Vaca, es que “esta práctica, que puede tener cuestionamientos éticos muy grandes y genera en algunos casos una relación de codependencia, al final es válida socialmente por la ausencia de una política de Estado que promueva la educación continuada de los médicos de forma independiente y sin sesgos”.
Y es que tanto los médicos como la industria afirman que los únicos que suplen las constantes necesidades de formación, información y actualización que requieren los especialistas son los laboratorios farmacéuticos. “Alguien tiene que hacerlo”, dice Morales, el presidente de Afidro.
Pero no puede ser, opina Vaca, “que sea la industria la que defina también la agenda y los contenidos. ¿En realidad necesitamos hablar del último analgésico de tal laboratorio que hace lo mismo que los que ya existen y es 10 veces más caro, o será mejor que hablemos, por ejemplo, de cómo usar bien el noble ibuprofeno, por la satanización injusta a la que lo han sometido?”.
En el mundo cada vez hay regulaciones más estrictas para evitar las distorsiones y conflictos que pueden surgir de esas prácticas; en Colombia, la reforma a la salud que se hizo entre 2010 y 2011 prohibió de manera explícita que los laboratorios den “prebendas o dádivas a trabajadores en el sector de la salud”; sin embargo, siete años después eso todavía no ha entrado en vigencia, en parte por el lobby de la industria.
Lo que sí será una realidad en los próximos días es el llamado Registro de Transferencias de Valor, una iniciativa del Ministerio de Salud por la que la industria farmacéutica en Colombia deberá reportar en la página web de esa entidad todos los pagos e invitaciones a médicos, sociedades científicas, organizaciones de pacientes, investigadores, droguistas y hasta periodistas. La idea, según el Ministerio, es que las relaciones entre quienes fabrican y venden los medicamentos y sus principales grupos de interés sean cada vez más transparentes y eso de alguna manera combata la inducción a la demanda fomentada por los laboratorios.
Morales dice que el gremio de las farmacéuticas multinacionales apoya el proyecto del Ministerio en todos los aspectos, salvo para el caso de los periodistas, porque no tienen el poder de prescribir y no se les pueden aplicar las mismas reglas que al resto. “Lo apoyamos porque nosotros ya lo veníamos haciendo internamente y porque se extiende a otras áreas de la industria, como las farmacéuticas locales, que no se rigen por las normas estrictas que tenemos nosotros. Si pagamos es para que un médico viaje a interactuar con un premio nobel de medicina, no para que se emborrache en una rumba con Carlos Vives”, afirma.
En el 2015 Afidro elaboró su propio Código de Ética. Asinfar no tiene un código propio, pero muchos de sus laboratorios se rigen por el de la Cámara Farmacéutica de la ANDI.
Esa autorregulación se debe también a los grandes escándalos de los últimos años. Uno de los más recordados es el de GlaxoSmithKline (GSK) en China, que estalló en el 2014 cuando una corte de ese país determinó que GSK pagó más de 370 millones de euros en sobornos a médicos, a través de agencias de viajes, a cambio de que formularan los fármacos de la compañía. Cinco directivos del laboratorio en China terminaron en la cárcel y GSK tuvo que pagar una millonaria multa.
“El daño reputacional fue tan grande que se generaron reflexiones profundas de la industria y un intento por gestionar y minimizar los riesgos de esas prácticas, pero no por eliminarlas –explica la experta de la Universidad Nacional–. A mi juicio, la columna vertebral sigue siendo la misma: la industria arma la agenda de los seminarios, construye los mensajes y se los entrega a los distintos actores del sector, pero ya no en una fiesta de cinco días sino en un par de horas o máximo en un día”.
Hoy, coinciden todos los entrevistados, la británica GSK es una de las farmacéuticas multinacionales con las prácticas más transparentes y más limpias.
“No podemos decirle a un oftalmólogo pediatra que no tiene derecho a asistir a un congreso en Cali al que vienen los mejores expertos internacionales de su especialidad por el simple hecho de que ahí habrá un pendón de una farmacéutica –dice el presidente de Afidro–. Lo que sí hacemos hoy es decirle que lo llevamos solo al congreso y no le pagamos el viaje si el evento incluye una rumba o un concierto, por ejemplo”.
En Colombia, la práctica de inducir la demanda a través de la educación médica continuada y los visitadores médicos es más utilizada por los laboratorios multinacionales que por los colombianos, entre otras cosas porque los primeros cotizan casi todos en bolsa y cualquier escándalo podría tener consecuencias nefastas para la acción de esas compañías. Los locales prefieren prácticas que para los laboratorios extranjeros son desleales, como darles bonos a los regentes de farmacias. “La persuasión se hace aquí no sobre la prescripción sino sobre el cambio de fórmula en la droguería”, dice Andia.
Vaca recuerda una anécdota al respecto: “Una vez llegué a un pueblo perdido y tenía que comprar un repelente porque se me había olvidado. Siempre pregunto por el genérico y el más barato y el señor de la farmacia me pasó solo el repelente más caro. Le pregunté por el que yo conocía, pero me acusó de recibir plata de ese laboratorio, me increpó porque pedí algo distinto a lo que quería darme. Puede que ese droguista específico no hubiera recibido ningún pago ni invitación de la industria, pero eso ya muestra que se ha instalado muy profundamente ese chip del mercadeo que convence a actores del sector de que lo más caro siempre es lo mejor”.
Este artículo sobre la industria farmacéutica en Colombia continúa en este enlace.Glosario básico:
Medicamentos genéricos: son los que se producen cuando se vence la patente del medicamento original, gracias a la descomposición de su fórmula química.
Medicamentos biotecnológicos: son los que se producen con materia prima de seres vivos; generalmente están hechos a partir de moléculas grandes y pesadas, que suelen inyectarse.
Medicamentos biogenéricos: son los genéricos de los biotecnológicos. Al ser copias de secuencias de ADN, no son exactamente iguales que los originales, pero tienen los mismos efectos terapéuticos. Por eso, la industria farmacéutica se refiere a estos fármacos como biosimilares.
Laila Abu Shihab es politóloga, periodista y viajera modelo 1980. Ha trabajado en medios como El Tiempo y La Nación (Argentina), así como en CNN en Español. Hoy es profesora de periodismo e intenta ser escritora. Fotografías de uso libre. Las opiniones de los colaboradores y los entrevistados no representan una postura institucional de Colciencias.
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