Por Brigitte Baptiste
Estamos cada vez más sorprendidos con las historias de robots en nuestro mundo, algunos de ellos más inteligentes, otros más hábiles, otros más atractivos. La imagen de una máquina gigantesca cumpliendo una rutina de movimientos en una ensambladora de carros coreana quedó hace tiempo muy atrás, así aún sea un uso importante de esta tecnología. Hoy tenemos campeonatos de fútbol o de lucha libre entre artefactos mecatrónicos y los más avanzados incluyen procesadores con inteligencia artificial, lo que implica que pueden aprender en la medida que cotejan experiencias. Hay máquinas con rostros plausiblemente humanos que dan consejo legal, médico o leen noticias. Otros se convierten en misiles y atacan blancos estratégicos en la guerra permanente que requieren ciertas economías. O vienen, ya improbables, del futuro, para acabar con la humanidad que suda y practica el sexo.
Los cíborgs no tienen nada que ver con los robots, pero constituyen la única opción para construir una alianza de lo humano con las máquinas antes de que las IA (inteligencias artificiales) con las que los estamos equipando se conviertan en nuestra causa de extinción más probable, junto con el cambio climático. Lo dijo Hawking. La razón es que convertiremos en OC (organismos cibernéticos) es la mejor alternativa adaptativa: si no mejoramos nuestras cualidades sensibles frente al mundo, quedaremos relegados al cuarto de San Alejo de la evolución, como el celacanto. De hecho, cada vez somos más organismos con cualidades de computador, pues el universo de las prótesis nos ha ido transformando en ello sin apenas darnos cuenta y será en minutos que los teléfonos inteligentes queden instaurados en nuestro cuerpo: del internet de las cosas pasaremos rápidamente al de los cuerpos.
A estas alturas ya debemos ser capaces de imaginarnos con cierta claridad lo que significa devenir cíborg en lo cotidiano. Algo que tal vez cause extrañeza cuando leemos que ciertas personas se “implantaron” sensores para percibir colores, vibraciones tectónicas o la probabilidad de lluvia en la piel. Pero desde los tiempos de los marcapasos o los dispositivos cocleares, hasta los más recientes de recuperación promisoria de movimiento de personas con lesiones medulares, la opción de los cíborgs humanos o animales es inevitable. Y eso no nos convierte en robots, por el contrario, nos hace más humanos.
La dificultad científica más grande para lograr una conexión significativa entre un dispositivo cibernético (las tres primeras letras del “cíborg”) con lo orgánico (las tres últimas), es la complejidad para transformar las señales eléctricas con las que opera el primero en las señales bioquímicas de lo segundo, de manera que el sistema nervioso las entienda; algo que sucede en las membranas de las células que conocemos como neuronas. Es cuestión de tiempo, sin embargo, para que con el uso de las nanotecnologías se logre esta continuidad entre el cableado de carbono y el de fibra de vidrio u otros materiales, es decir, entre el cerebro y la máquina. Hay muchas opciones que están siendo exploradas mientras cursa el proceso que Elon Musk llamó “devenir mascotas” cuando sugiere que las IA pronto tomarán el control del mundo y nos harán a un lado…
Una perspectiva alternativa puede evitar este destino oscuro, pese a todo. La diferencia central entre un robot dotado de una IA y un OI (organismo inteligente), incluso un invertebrado, curiosamente, no es el “instinto de supervivencia”, la rabiosa cualidad de defensa propia que puede ser simulada en la máquina con un algoritmo equivalente al ADN, sino la inestabilidad que en los organismos llamamos sentimientos, esa especie de “error” derivado de las emociones, un refuerzo de la cualidad y persistencia de los aprendizajes al enriquecer y relativizar la perspectiva adaptativa de los individuos ante la incertidumbre. Claro, puede que las IA decidan “purgar” la cualidad de los sentimientos, por lo cual, tal vez la receta para seguir vivos y tener sentido en el nuevo mundo es impedírselo e infectar a los robots desde ahora y de manera irreversible con cosas tan terribles como los pecados y sus opuestos, las virtudes capitales.
Las verdaderas máquinas humanas serán cíborgs apasionados, elásticos y multifacéticos, capaces de bailar salsa y disfrutarlo, de inventar su cuerpo y de colonizar de nuevo, ojalá amablemente, este planeta aporreado. Esperemos, eso sí, que sobrevivan al reguetón.
Brigitte Baptiste es la Directora General del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Actualmente es miembro del Panel Multidisciplinario de Expertos de la Plataforma Intergubernamental Científico-Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (MEP/IPBES) en representación de América Latina. Ganadora del Premio Príncipe Claus 2017 por su trabajo en ciencia, ecología y activismo de género. Ilustraciones de Mariana Rojas para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.
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