Por Efraín Rincón
El mundo está expectante por que la vacuna que nos salve contra el COVID-19 llegue pronto. Pero ¿qué tan probable es eso? ¿Deberíamos confiar ciegamente en esta apuesta?
Cuenta la historia que en la Inglaterra del siglo XVIII, había noticias de los efectos protectores de la viruela bovina (conocida en inglés como cowpox) contra la viruela humana (Viruela virus). Ya hace varios años el joven Edward Jenner, un médico inglés, había escuchado que las campesinas lecheras desarrollaban una protección natural contra la viruela humana después de contraer la viruela de vacas (viruela vacuna).
¿Y cómo comprobar que esto era cierto? Jenner administró fluido de las pústulas de Sarah Nelmes, una mujer campesina con viruela vacuna, a un niño de ocho años, James Phipps. Unos días después, cuando Phipps había desarrollado unos síntomas leves, lo infectó con viruela humana. El resultado: el niño no desarrolló ninguna enfermedad. Posteriormente, Jenner repitió el mismo ejercicio en más pacientes para comprobar la hipótesis. Hacia 1800 el método de “vacunación” del latín de vaca, vaccinia, ya viajaba por Europa.
Sin embargo, la historia de la vacuna no empezó ni terminó con Edward Jenner. Años antes de que él hiciera sus pruebas, un campesino, Benjamin Jesty, también conocía los efectos de la viruela bovina y su protección. De hecho, premeditadamente inoculó a sus hijos con este virus para protegerlos de la viruela humana. Pero, sin lugar a dudas, fue Jenner quien se puso a la tarea de comprobar y popularizar este método.
Estos hallazgos significaron el inicio del fin de un virus que por milenios había azotado las poblaciones de Asia, África y Europa, y uno de los responsables de la caída de imperios como el Azteca o el Inca y otras poblaciones americanas, tras la llegada de los conquistadores españoles que trajeron con ellos un regalo desconocido y mortal en el siglo XVI.
Hoy, las vacunas vuelven a estar en los primeros puntos de la agenda política mundial, pues aparte de las medidas de distanciamiento social, las cuarentenas o el uso de medidas de protección como el tapabocas y algunos estudios de tratamientos que empiezan a arrojar resultados positivos, no hay alternativas para lidiar con el SARS-CoV-2, el virus responsable de la enfermedad COVID-19.
Las vacunas han demostrado ser la mejor alternativa costo-beneficio, sin embargo su generación es compleja y se compone de muchas etapas encaminadas a asegurar su eficacia y seguridad. Por tanto, en la lucha contra COVID-19, las vacunas se plantean como una solución que de conseguirse sería un esfuerzo sin precedentes dentro de la ciencia, pero ¿son las vacunas la bala de plata que estamos buscando?
Preparando al cuerpo
En general, “Una vacuna es una suspensión de patógenos que están muertos o atenuados”, explica la Doctora Paola Martínez, bacterióloga colombiana que hoy es investigadora postdoctoral en la Universidad de Ginebra, Suiza. Un patógeno atenuado, en este caso un virus, es aquél que ha sufrido alteraciones en su capacidad de multiplicación, pero que todavía activa una respuesta de nuestro cuerpo.
Al administrarle al cuerpo un patógeno en diferentes presentaciones, como que esté muerto, “debilitado” o tenga una o varias partes del virus, le está diciendo al cuerpo que se prepare:
Vacuna: bueno, sistema inmune, acuérdese de esto que le estoy mostrando. Tiene que estar alerta, porque si vienen a visitarlo, vea, pa’ que esté pilas.
Cuerpo: ¡Entendido!
“Lo que se pretende con una vacuna es entrenar al sistema inmune para que genere una respuesta inmune protectora”, dice Martínez. La respuesta a la que se refiere obedece a una reacción del sistema inmune del cuerpo ante una infección o un agente extraño como el patógeno o una parte de él, en otras palabras: un antígeno. Y esta parte es importante, porque las vacunas se componen de antígenos que activan en nuestro organismo la producción de defensas que el cuerpo puede recordar. “Con la vacunación se generan células de memoria y anticuerpos que bloquean o neutralizan ese virus o esa bacteria”. Estas reacciones fundamentan los pilares de las vacunas: generar protección por la presencia de anticuerpos que pueden, durante la infección, reconocer al antígeno en las membranas del virus o de la bacteria y eliminarlo antes que se disperse en el organismo. Además, aparecen células de memoria, como los linfocitos B, para cuando el cuerpo se enfrente a la enfermedad o se infecte en el futuro.
El sistema inmune de los mamíferos como nosotros es toda una compleja red de moléculas y células que están alerta a las infecciones. Una de esas características que lo hacen tan particular es la capacidad de hacer “memorias” de las amenazas en nuestros organismos. Para saber más de la relación entre los anticuerpos y los antígenos y cómo es que estos sistemas crean estos “recuerdos” pueden ir a leer este artículo: Murciélagos y humanos, sistemas inmunes a prueba—No se les olvide regresar—.
Pese a que las vacunas que utilizan patógenos muertos o atenuados son las que desencadenan una reacción inmune más duradera y robusta, no son las únicas que se producen (Infografía 1). El desarrollo científico ha permitido el diseño de nuevas vacunas gracias a la ingeniería genética y molecular, “Hoy es posible tomar los genes del microorganismo, aislar los que son de interés, producir las proteínas correspondientes en el laboratorio, producirlas a escala masiva, purificarlas y usarlas como vacunas”, cuenta el inmunólogo Sócrates Herrera, director del Centro de Investigación Científica, Caucaseco de Cali. La vacuna contra la hepatitis B, por ejemplo, es de una proteína recombinante del virus. Insertan instrucciones genéticas para hacer las proteínas del patógeno en otro organismo, como una levadura. Después de purificarlas, las llevan al humano para que el sistema las reconozca.
Infografía 1: tipos de vacunas
También hay vacunas que no dependen de la fabricación de proteínas en el laboratorio, “Lo que se hace es tomar el material genético del virus e inocularlo en el organismo humano”, explica Herrera. Así se aprovecha la maquinaria celular para construir las proteínas de interés y que el sistema inmune las identifique.
¿Pero cómo transportar proteínas o información genética dentro del cuerpo? A través de otros virus que ya se han estudiado, “Virus de Estomatitis vesicular (VSV, por sus siglas en inglés), adenovirus, citomegalovirus son usados como vectores”, explica la bacterióloga Martínez. Estos virus-vectores funcionan como “esqueletos” que se adornan con más moléculas, aparte de la proteína de interés, para llamar la atención de las células inmunológicas, “Se llama avidez, porque de esta forma va a haber muchas proteínas de interés en una misma área que van a entrar en contacto con el sistema y las células que las van a reconocer van a tener más chance de ver esa proteína de superficie”, aclara la investigadora. Los virus-vectores son virus modificados para que carezcan de material genético, y reducir o impedir su replicación.
En el caso de las vacunas que usan información genética del virus, como el ADN o el ARN, también se pueden conducir dentro de cápsulas de grasas o lípidos, tan pequeñas como los virus, que desembolsan la información en las células humanas, para que entre a la línea de producción de los organelos encargados de crear las proteínas del patógeno, como la “proteína de espiga” del SARS-CoV-2.
Vacunas: el paso a paso de la receta
En esencia, la producción de una vacuna está mediada por diferentes etapas. Una fase preclínica de investigación, búsqueda de un posible antígeno (proteína) y pruebas en modelos animales. Luego, tres etapas (I,II,II) de una fase clínica, en humanos, para probar la seguridad de la vacuna y qué tan fuerte y eficaz o protectora es la respuesta inmune. Posteriormente, una fase de implementación bajo la aprobación de licencias por agencias regulatorias, para la producción y aplicación a gran escala. Paralelo a esto viene una etapa (IV) de seguimiento para evaluar su efectividad y seguridad en grandes poblaciones.
La emergencia por el COVID-19 ha hecho que la ciencia y la humanidad volteen la mirada hacia este coronavirus y su famosa “proteína de espiga” encargada de interactuar con los receptores del virus en las células pulmonares. Claro, todo contrareloj, a “velocidad pandémica” y ejecutando etapas paralelas para agilizar el proceso.
Según uno de los últimos escenarios que ha presentado la Organización Mundial de la Salud, hay alrededor de 160 vacunas candidatas, 23 de ellas están en fase clínica y 137 en fase pre clínica. Igual, estos son números que cambian constantemente. El rastreador de La Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres reporta un total de 205 vacunas en investigación. Ellas representan la diversidad de técnicas para la producción.
En esta larga lista está la ChAdOx1-S nCoV-19, de la Universidad de Oxford en conjunto con la multinacional farmacéutica AstraZeneca. Está en fase clínica II-III. Esta vacuna utiliza el virus ChAdOx1-S, una versión más débil de un tipo de adenovirus que causa un resfriado común y que infecta chimpancés, pero que ha sido modificado genéticamente para que no pueda replicarse en las células humanas.
De cerca le sigue la mRNA 1273, de la compañía de biotecnología Moderna, en fase clínica II (infografía 2). Esta empresa le apunta a una tecnología “reciente”,por lo menos desde el inicio de la década de los noventas. En TEORÍA —sí, en mayúsculas, porque nunca se ha hecho una vacuna así para humanos— esta tecnología usa ARN mensajero, un ácido ribonucleico similar al ADN, que lleva las instrucciones para que una célula humana fabrique una proteína deseada, en este caso la “proteína de espiga” del coronavirus. En vista de que no habría necesidad de producir y purificar proteínas en el laboratorio, una de las ventajas de esta técnica, y por la que hoy toma más relevancia, es que su producción sería mucho más rápida que la de otras vacunas.
Infografía 2: vacunas de ARNm
En las últimas semanas ha sido común encontrarse con titulares que hablan de “fases y ensayos clínicos” o “pruebas en humanos”. Preguntas, como ¿cuándo se podrá tener la vacuna? o ¿cómo se repartirán las dosis producidas de una posible vacuna?, empiezan a parecer en nuestras cabezas. Aunque esta coyuntura ha implicado un rápido avance científico y una apertura de datos y conocimiento sin igual, ¿qué tan pronto la vamos a obtener? De hecho ¿Qué significa “qué tan pronto”?
Realistas antes que optimistas
Las estimaciones de tiempo para conseguir la vacuna contra este coronavirus apuntan del año a los dieciocho meses. De conseguirse sería un logro nunca antes visto. Por ahora, incluso con las vacunas que se han aprobado en un tiempo relativamente corto, la historia no es tan optimista. La vacuna contra el virus que produce las paperas demoró cerca de cuatro años hasta la aprobación de sus licencias en 1967.
Recientemente, entre los años 2014 y 2016 se registró en África Occidental el mayor brote de la epidemia de Ébola en la historia. Esta epidemia se extendió por varios países de África como Liberia, Sierra Leona, Guinea, Mali, Nigeria, Senegal, y también España, Italia y Estados Unidos. Hasta diciembre del 2019 no fue aprobada la primera vacuna contra el virus del Ébola. Claro, cuatro años después de ese brote, pero cuarenta y tres años después de que el virus fuera descubierto en 1976.
En general, desarrollar una vacuna exitosa no toma meses sino años, sin mencionar que este proceso tiene otras instancias, “Si la vacuna se aprueba quiere decir que genera una respuesta inmune, bloquea el virus, genera memoria y es segura. Después viene la parte de la producción y distribución”, aclara Martínez. Una producción y distribución que, en principio, debería contemplar a la población mundial, aproximadamente de ocho mil millones de habitantes. De ahí habría que pensar de manera prioritaria en personas con mayor riesgo, más vulnerables, personal de salud, etc. “Igual son muchas personas y la etapa de producción para tantas va a ser también un reto”, agrega Martínez.
Hay que aclarar que el efecto protector de una vacuna habitualmente no se logra con una única dosis, se suele requerir más de una para asegurar una respuesta efectiva. Para la vacuna contra COVID-19 esto aún no se sabe, de ahí la importancia de las investigaciones en las fases clínica y preclínica.
“Asumamos que alguna de las vacunas actualmente más avanzadas se logra probar satisfactoriamente en los próximos seis meses y que está lista para diciembre o enero. Pero que apenas hasta ese momento, se iniciaría su producción a gran escala”, ese es el escenario que propone Herrera. Una parte fundamental en las vacunas es su seguridad, es decir que no produzca síntomas colaterales cuando se inyecte. Ante esta realidad, Herrera es más cauto, “Los estudios clínicos de esa vacuna me pueden decir de la patología o eventos adversos de corto plazo, los que se produzca entre los tres o cuatro meses del estudio, pero no puede decir qué va a pasar en unos años”. ¿Qué pasa con patologías que se podrían generar en un largo plazo? “Eso es un poco dramático, pero la teoría es así, es un riesgo”, responde este investigador.
Eso sí, aunque es un riesgo, hay que contemplar que la aprobación de una vacuna para el uso en humanos parte de que “las probabilidades de generar efectos colaterales son mínimos. Por ello es necesaria la investigación y que la presión del público abogue por una vacuna eficaz y segura”, aclara Martínez. Los procesos de evaluación, en el caso de la seguridad y efectividad de las vacunas, son de altos estándares.
Tampoco se sabe cuál sería la eficacia de una posible vacuna contra COVID-19, “La gente espera que la vacuna tenga una eficacia del 100%, pero las vacunas no tienen eficacia total”, cuenta Herrera. La eficacia se refiere a qué tanto se reduce el riesgo de infección en una persona vacunada frente a una que no lo ha sido. Además, esta característica puede disminuir una vez la vacuna se pone en la gente, por distintas razones, “Si la vacuna no es bien manejada, si la gente responde diferente o que no todo el mundo se ponga las dosis indicadas. Por lo tanto, aunque su eficacia sea alta, su efectividad usualmente es menor”. Todo esto, sin mencionar qué tan duradera podrá ser la respuesta inmune que esta vacuna genere en nuestros cuerpos, si será para toda la vida, algunos años o solo unos meses. Además, puede que la vacuna no proteja completamente, pero sí prevenga síntomas graves o la muerte.
Otro aspecto a tener en cuenta es que este esfuerzo por obtener una vacuna que funcione en tiempo récord requiere de una inversión y un riesgo alto al que países como Alemania, Estados Unidos, China, entre otros, y farmacéuticas y multinacionales le están apostando; Merck, Sanofi, Jonhson & Johnson, Moderna, GlaxoSmithKline o Pfizer, por nombrar algunas. “La generación de una vacuna es un riesgo porque significa una inversión económica gigante para poner todos los procesos en lugar y asegurar la seguridad”, agrega Martínez.
Por eso hay que preguntar, ¿qué tan dispuestos están todos los involucrados en trabajar de manera conjunta y coordinar un esfuerzo mundial alrededor de la vacuna?
Ante este panorama, la Organización Mundial de la Salud y varios líderes y lideresas alrededor del mundo han hecho un llamado para que el intercambio de información y datos alrededor de la vacuna no tenga barreras, para que se garantice la fabricación y distribución rápida de la vacuna y que su acceso, también al de tratamientos y pruebas, sean gratuitos, con mayor prioridad a poblaciones vulnerables y trabajadores de la primera línea.
Para ese fin es importante el trabajo conjunto como el que desarrolla la Alianza Mundial para las Vacunas y la Inmunización, una asociación público-privada de países e instituciones, entre ellas la OMS, el Banco Mundial y la Fundación de Bill y Melinda Gates, para incrementar el acceso a la inmunización, especialmente a niños y niñas en el mundo.
De hecho, se han creado alianzas recientes con un enfoque más específico al desarrollo de vacunas contra enfermedades infecciosas y emergentes como MERS-CoV, SARS-CoV-2, el virus de Nipah, el virus de la Fiebre de Lassa, virus de la fiebre del valle del Rift y el Chikunguña. La Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias, fundada en 2017 por la Wellcome Trust y la Fundación de Bill y Melinda Gates, apoya a proyectos independientes de investigación.
De los últimos meses para acá, la producción de conocimiento sobre este virus ha sido “explosiva”. Según la base de datos Dimensions, en lo que va del 2020 hay aproximadamente tres millones de publicaciones académicas. En todo 2019, el total de publicaciones fue 5.508.537. Según el índice de la revista Nature, “Quiere decir que este año está unas 100.000 publicaciones adelante” .
En parte, esto significa que todos los días sabemos un poco más sobre SARS-CoV-2 y la enfermedad COVID-19. Hipótesis que se corroboran y otras que se rechazan continuamente. Sin embargo, todavía se necesita de más investigación y entendimiento, que permitan encontrar luces a lo largo del túnel y apostarle a objetivos cada vez más claros.
Por lo pronto, como alguna vez dijo la canciller alemana Ángela Merkel, todavía caminamos sobre una “delgada capa de hielo”, mientras se consigue una o varias vacunas que puedan funcionar para proteger o por lo menos disminuir los efectos del virus. Llegar a esa anhelada “bala de plata” requiere además encontrar maneras que garanticen una producción a gran escala y una distribución justa de la vacuna en magnitudes mundiales.
Por ahora, aun si con el paso de las semanas aparecen nuevos tratamientos y manejos clínicos para disminuir el número de muertes en la población y tratar los efectos de la inflamación, hay que trabajar ahora con lo que está al alcance, “Con más diagnóstico, con distanciamiento social, con educación, con activación segura y responsable de la economía y mucho respeto comunitario a las normas de prevención. Eso funciona. Hay que hacerlo”, concluye Herrera.
Efraín Rincón es biólogo y periodista científico. Ha escrito para diferentes medios como Cerosetenta, Pesquisa Javeriana o el Toronto Star, sobre ciencia y medio ambiente. Es coproductor de Shots de Ciencia, una plataforma de divulgación científica.