por Aleyda Rodríguez Páez
Para algunos de los antiguos filósofos griegos el alma estaba constituida por un soplo de aire, el pneuma, algo así como el “aliento vital”.
El nacimiento, en un sentido muy elemental pero a la vez profundo, está determinado por la primera respiración del que acaba de nacer: para el caso, la respiración se manifiesta como un potente berrido, seña de que se ha nacido bien, de que se ha nacido “vivo”.
Nuestra muerte se decreta, como un hecho médico, cuando dejamos de respirar, cuando cesa la función de inhalar y exhalar aire a través de nuestro sistema pulmonar: “exhaló su último aliento”, se suele decir cuando alguien muere.
Parte de las maniobras de resucitación en el contexto médico están dirigidas a mantener activos los pulmones de un paciente, a sostener la función respiratoria, así sea por medios mecánicos, como un artificio para mantener al paciente en el reino de lo vivo.
Estar vivo, desde una perspectiva puramente fisiológica, significa respirar.
“Respira” o “ha dejado de respirar” como frases que son sinónimo de la vida y de la muerte.
Respirar como el hecho simple pero fundamental para la existencia de inhalar y exhalar aire.
Y se dice que dios, al menos el de los cristianos, animó a una figurita de barro (es decir, la dotó de alma y por tanto de movimiento) con un soplido de aire:
Gen 2:7 Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente.
El aire es un elemento muy extraño
Pensemos por un momento en los cuatro elementos: el fuego, la tierra, el agua y el aire.
Planteemos una especie de competencia entre ellos: cuál es el más admirable, cuál el más útil, cuál el más necesario, cuál el más extraño, cuál es el elemento sin el cual la vida no sería posible.
La discusión sería interminable (como lo ha sido al respecto a lo largo de los siglos en la tradición filosófica), pero estoy tentada a creer, por ejemplo, que el fuego ganaría el concurso de popularidad, como el elemento más admirado de todos, y que el agua y la tierra se disputarían furiosamente el papel del elemento más útil, pues la vida, al menos la humana, sin ellos, no parece posible.
Pero si debiera elegir cuál es el más extraño de todos y el que a la vez menos sorpresa parece causarnos, definitivamente postularía al aire.
No tiene color, sabor, no podemos verlo, ni tocarlo (no en el sentido estricto de “tocar” cosas) sino que más bien es el aire el que nos toca todo el tiempo, vivimos “sumergidos” en un mar de aire, sin tener apenas conciencia de ello. Esta intangibilidad del aire también asombró a los primeros filósofos griegos.
Nos es tan normal y cotidiano que está muy lejos de asombrarnos, como sí puede hacerlo el agua contenida en el infinito océano o en los ríos.
El aire apenas nos deleita, si algo tenemos por seguro, tanto como para ni siquiera detenermos a pensar en ello, es que siempre hay aire alrededor de nosotros.
El aire como principio de todo lo existente
Que el arché o principio de todo lo existente es el aire, es una idea atribuible a Anaxímenes de Mileto, uno de los filósofos presocráticos, también llamados “filósofos de la naturaleza”, “filósofos físicos”, “primeros filósofos” o “atomistas” —ya que su indagación principal fue, justamente, la naturaleza del mundo físico— a quienes debemos una de de las más increíbles y conmovedoras aventuras intelectuales de la cultura occidental: la postulación de la existencia de un principio fundamental de la materia, de un arché, de una sustancia última e indivisible de la que estaría compuesto todo lo demás.
Esta revolución científica, si así quiere llamársele, estuvo guiada por las elucubraciones, observaciones y escritos de estos hombres (de los cuáles se conservan multiplicidad de fragmentos), quienes postularon que la materia estaría compuesta por unidades pequeñas e indivisibles, llamadas átomos, idénticos en su forma y composición.
La gran discusión intelectual que marcó el paso del mundo mítico al mundo racional (es decir, el paso del pensamiento pre-científico al pensamiento científico) fue la intuición de la existencia de estas partículas fundamentales de la materia.
La discusión se centró en tratar de establecer cuál de los cuatro elementos era el principio de todo lo existente, el fundamento de los átomos.
Para algunos, el principio era el fuego, para otros el agua o la tierra. Anaxímenes por su parte planteó, casi que en solitario, que el principio vital era el aire, un elemento extraño, sutil, liviano y casi que imperceptible.
Anaxímenes dijo que el aire es infinito, pero las cosas que de él se originan, finitas: la tierra, el agua, el fuego y, a partir de ellas, todas las demás.
Así se relata en los fragmentos de los filósofos presocráticos, recopilados en tres volúmenes.
Los atomistas, los precursores de la física de partículas
Este diálogo, en el que los historiadores de la filosofía sitúan el origen del pensamiento racional, se ha mantenido a través de los siglos.
Hoy en día, lo que fueron los pensamientos contraintuitivos de un grupo de hombres que se dedicaron a observar el mundo natural, se han condensado en las avanzadísimas investigaciones sobre las partículas constitutivas de los átomos, el Gran Colisionador de Hadrones es la versión moderna y mucho más acabada de las elucubraciones de este grupo de hombres, que apenas con el poder de su pensamiento, sin herramientas de observación y sin el método científico, postularon la existencia de esta partícula fundamental: el átomo o, en términos más actuales, de la “partícula de dios”.
Como sucede en todas las discusiones filosóficas, nunca se dijo la última palabra ni pudo demostrarse a cabalidad que uno de los cuatro elementos era el principio de todo lo existente, y en términos científicos hace ya bastante tiempo que no se habla de los cuatro elementos como constituyentes fundamentales de la materia.
Sin embargo, esta discusión fue la precursora de toda la física que conocemos hoy en día, en especial de la física de partículas.
Y en un contexto mucho más mundano, nuestra cultura sigue operando bajo el signo de estos cuatro elementos constitutivos, que están presentes en muchas narrativas populares: el horóscopo, el Capitán Planeta, Naruto y el horóscopo chino…
Pensar en nosotros mismos, en nuestro cuerpo y en la forma en la que está constituido nuestro planeta, nos llevaría, de una forma intuitiva, a darnos cuenta de que estamos constituidos de estos cuatro elementos en distintas proporciones.
Y de nuestro propio cuerpo podemos dirigir el análisis hacia la forma en que está configurado nuestro mundo:
Andrés Carvajal propone que Somos 70% agua y 150% fuego, como parte de un análisis social de la destrucción actual de nuestro planeta.
Desde hace mucho tiempo se plantea que el cuerpo humano está constituido hasta en un 70% por agua, de allí que se crea que los ciclos lunares puedan tener influencia en nuestro cuerpo, al igual que lo tienen sobre las masas de agua y sobre el flujo de savia en las plantas.
El fuego devasta a la Amazonía, pero a la vez es principio renovador.
La Tierra se mueve, la Tierra tiene vida propia, propone Efraín Rincón en su artículo.
Algunos científicos y cineastas, como por ejemplo Alejandro González Iñarritú en la película 21 gramos, proponen que al morir se pierden 21 g de peso, que es el peso aproximado del aire que exhalamos en ese último aliento.
Una parte acaso despreciable del peso promedio de un humano, un pequeño soplo que sin embargo parece significar la vida, a partir del cual algunos de los primeros filósofos propusieron un principio de todo lo existente: esta pregunta por los primeros principios es la base de toda ciencia y filosofía.
Gracias al aire podemos flotar en el agua, gracias al aire podemos nadar.
Gracias al aire nuestras palabras, que son también sonidos, pueden ser escuchadas.
Gracias al aire podemos disfrutar de la música.
Gracias al aire las semillas y el polen puede dispersarse.
Gracias al aire el agua se mueve y permanece purificada.
Aristóteles pensaba que el esperma de los hombres era impulsado por un soplo de aire.
Al nacer respiramos (inhalamos aire) y cuando morimos dejamos de respirar.
Dejo a los lectores la consideración acerca del poder vivificador del aire y de su capacidad para constituirse como principio material de la existencia.
Por ahora mi juicio, al menos en lo referido a este planteamiento de los cuatro elementos, está del lado de Anaxímenes.
Las investigaciones sobre los componentes fundamentales de la materia hoy en día
En cuanto al mundo científico, esta investigación sobre los constituyentes primordiales de la materia, iniciada por los griegos dos mil años atrás, se ha condensado hoy en la denominada física de partículas, cuyo principal logro ha sido la creación de una súper máquina: el Gran Colisionador de Hadrones, gracias al cual se han identificado 12 constituyentes de la materia:
Tomado de Wikipedia
Esta tabla de las partículas elementales del modelo estándar de la actual física de partículas clasifica los fermiones, los 12 constituyentes de la materia (electrones, muones, neutrinos y quarks) y los bosones, vectores de las interacciones (fuerzas).
Estos sofisticados experimentos, así como las denominaciones dadas a estas partículas (up, charm, top, strange, boson w) son tan desafiantes a la imaginación como lo fueron las postulaciones de los filósofos presocráticos y, a pesar del refinamiento de la ciencia, con sus poderosos aparatos de observación y simulación, así como con el concurso de potentes computadores dedicados también al análisis de la materia, siguen constituyendo uno de los más grandes enigmas de la humanidad: ¿cuál es el principio fundamental de todo lo que conocemos como realidad?
Una pregunta en cuya respuesta inevitablemente confluyen la ciencia, la religión y la filosofía, como puede evidenciarse en este recorrido que hemos hecho a través del análisis de la materia, transportados en este caso por el aire.
Prueba contundente de este eclecticismo, que acaso pueda resultar molesto para la ciencia más ortodoxa, es que en este punto de la conversación a aquella partícula que los científicos aún no logran descifrar, se le ha dado el nombre de “la partícula de dios” (el bosón de Higgs).
De esta partícula “primordial” se saben muy pocas cosas, se intuye algo sobre su masa pero no ha podido ser observada en el colisionador de hadrones. La indagación continúa en el mismo punto en el que arrancó hace dos mil años: ¿de qué estamos hechos?
Según la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en inglés), “El bosón de Higgs ha sido objeto de una larga búsqueda en física de partículas. El 4 de julio de 2012, el CERN anunció la observación de una nueva partícula «consistente con el bosón de Higgs»; pero se necesitaría más tiempo y datos para confirmarlo. El 14 de marzo de 2013, el CERN, con dos veces más datos de los que disponía en su anuncio del descubrimiento en julio de 2012, se encontró que la nueva partícula se asemejaba aún más al bosón de Higgs. La manera en que interactúa con otras partículas y sus propiedades cuánticas, junto con las interacciones medidas con otras partículas, indican fuertemente que es un bosón de Higgs. Todavía permanece la cuestión de si es el bosón de Higgs del modelo estándar o quizás el más liviano de varios bosones predichos en algunas teorías que van más allá del modelo estándar”.
Referencias:
New results indicate that new particle is a Higgs boson en https://home.cern/news/news/physics/new-results-indicate-new-particle-higgs-boson
Aleyda Rodríguez Páez estudió filosofía en la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Es editora de una revista online en español sobre seguridad electrónica y escritora freelance para diferentes medios de divulgación y tecnología. Actualmente trabaja en una investigación periodística financiada por One World Media sobre la vacuna del papilomavirus humano.
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